El Adviento nos invita a la conversión, es decir, a aproximarnos a Cristo y dejarnos trasformar por él
Cuando llega el tiempo de
elecciones, los políticos prometen a los ciudadanos que, si ganan, cambiarán la
sociedad: todo irá mejor, al menos mejor que con el gobierno de sus
predecesores. Sabemos bien que es propio de la retórica del momento y ajustado
a las esperanzas humanas que fecundan el anhelo de un mundo mejor, más justo,
más fraterno, más habitable.
También sabemos que esas promesas
no se cumplirán, al menos en su totalidad, porque este mundo no se cambia por
la voluntad de quienes lo rigen. Existen condicionamientos insuperables,
derivados de la condición humana herida por el pecado y de las mismas
estructuras de pecado que llegan a ser crónicas, como afirma la moral social,
por la sinergia que también el mal produce. Todos participamos en la
consolidación del bien y del mal.
En este segundo domingo de
Adviento, la liturgia conecta con ese deseo del hombre que aspira a un mundo
renovado. Los judíos que vivían en el exilio de Babilonia reciben el anuncio
del profeta Isaías de que por fin ha llegado el tiempo del retorno a Jerusalén:
«Consolad, consolad a mi pueblo», son las palabras que inician el mensaje de la
liberación.
San Pedro también se dirige
a su comunidad que sufría desaliento porque pensaba que Dios tardaba en cumplir
sus promesas. «El Señor, dice el apóstol, no tarda en cumplir su promesa, como
creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque
no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan». Quizá este
argumento no convenza a quienes desean que Dios actúe ya, sin tardanza y con
justicia. Como tampoco convencerá el hecho de que «para el Señor un día es como
mil años y mil años como un día». ¿Habrá que esperar entonces mil años para que
el mundo cambie? ¿Quién verá entonces cumplida su esperanza si apenas llegamos
a vivir cien años?.
Es evidente que Dios no
gobierna este mundo con criterios humanos. Por eso la esperanza de un cielo
nuevo y de una tierra nueva es una esperanza que trasciende lo intramundano. La
esperanza cristiana tiene su fundamento en el Dios de las promesas, fiel a sí
mismo, que tiene en sus manos el dominio del tiempo y de la historia. ¿Quiere
decir entonces que este mundo no puede cambiar? Entonces, ¿qué sentido tiene la
esperanza? La respuesta a estas preguntas, la ofrece el mismo san Pedro cuando
afirma: «Nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo
y una tierra nueva en que habite la justicia.
Por tanto, mientras esperáis
estos acontecimientos, procurar que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables». El cambio de este mundo a
otro mejor comienza cuando cada cual se atreve a vivir en una conversión
permanente. La esperanza está vinculada íntimamente a la conversión del
corazón. Se comprende así que cuando Juan Bautista anuncia la llegada del
Mesías, diga que viene a bautizarnos con fuego. ¿Qué significa esta imagen? El
fuego es el símbolo de la purificación, de la caridad ardiente que, como en el
crisol, nos libera de todo lo impuro y nos permite brillar como nuevas
criaturas. Y cuando uno brilla, su entorno se ilumina. Los santos iluminan el
mundo y lo cambian prefigurando el mundo que vendrá.
Hay un dicho de Jesús,
transmitido en el evangelio apócrifo de Tomás, que dice: «Quien se acerca a mí,
se acerca al fuego». Y en el evangelio
de Lucas, Jesús afirma que ha venido a traer fuego a la tierra y desea que
arda. Con estas imágenes, Jesús nos ofrece la clave para entender cómo tendrá
lugar el cambio de este mundo, su proceso de transformación hacia el mundo definitivo.
Por eso el Adviento nos invita a la conversión, es decir, a aproximarnos a
Cristo y dejarnos trasformar por él.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia