Cuando sor María Isabel
Azcárate llegó a Madagascar, muchos nunca habían visto a un misionero. 40 años
después, en no pocos lugares del mundo todavía no ha sido proclamada la Buena
Noticia
El
lema con el que se celebra el Domund este domingo –Sé valiente, la misión te
espera– refleja una llamada que han escuchado miles de misioneros repartidos
por los cinco continentes. También María Isabel Azcárate. De joven, sintió que
Dios la llamaba a entregar su vida a los pobres en las Hijas de la Caridad, y
dijo sí. En 1976, con 30 años, aterrizó en Madagascar. Su primer destino
fue la diócesis de Farafangana, en la costa este, donde estuvo trabajando con
niños con minusvalías físicas.
Una
parte de su labor era visitar los poblados más remotos. Iban ella, como
enfermera; una religiosa malgache, maestra, y un asistente social. En estas
visitas se encontró con personas que nunca antes habían visto a un misionero.
«Los niños tenían miedo al verme tan blanca (¡y con hábito blanco!). Se
escondían, y algunos lloraban –recuerda–. Los adultos reaccionaban con alegría,
porque ya habían oído hablar de nosotros y sabían que íbamos a ayudarlos».
Con
sonrisas, alguna palabra en malgache y paseos en la parte de atrás de su
bicicleta, a la misionera no le costó llegar a los más pequeños. Para ganarse
la confianza de los padres, «nos poníamos a su servicio y les preguntábamos qué
necesitaban. Nos pedían atención médica porque muchos niños se morían, y que
les enseñáramos a leer tanto a sus hijos como a ellos, para que no los
engañaran cuando iban a otros poblados».
Al
principio, su compañera daba las clases al aire libre, y los alumnos escribían
sobre rollos de papel higiénico, que eran de estraza. «Cuando comprobábamos que
tenían motivación, les proponíamos construir una escuelita entre todos. Cada
familia aportaba algo de material, y se hacía una estructura para cubrirnos del
sol y del agua». Así empezaban también los dispensarios, que eran el centro del
apostolado de la hermana María Isabel. «Yo transmitía la fe por medio de mi
amor», recuerda.
«Quiero aprender lo que
llevas en el corazón»
Poco
a poco, «la gente empezaba a preguntar: “¿Quiénes sois? ¿Por qué venís a
nosotros? ¿En qué creéis?”». Esta experiencia se repitió años después, cuando
la misionera trabajaba en un hospital para personas con enfermedades
respiratorias y tuvo que tratar a algunos enfermos graves de tuberculosis, que
sentían un rechazo fuerte hacia los blancos. «Cuando volvieron a sus pueblos,
les dijeron a los misioneros de allí: “Quiero aprender lo que lleváis en el
corazón”».
Cuando
estas preguntas se las dirigían a María Isabel, «yo les hablaba un poco de
Dios». Pero la evangelización pura y dura la hacían hermanas malgaches
«preparadas ex profeso para el apostolado, porque allí hay costumbres
ancestrales en las que hay que penetrar. Por ejemplo, en el sur hay zonas en
las que dicen que los muertos reaparecen, y por eso no entienden bien la
resurrección de Cristo».
El
último destino de la hermana María Isabel en Madagascar fue dirigir la clínica
diocesana de Fianarantsoa. Allí trabajó con 40 profesionales sanitarios
malgaches. Cuando el año pasado los médicos le dijeron que debía volver a
España por motivos de salud, tuvo la satisfacción de poder el centro en manos
de un director de allí. «Mi lema siempre ha sido: “Ir donde te necesitan,
aunque sea duro. Y salir cuando ya no te necesiten, aunque ya no sea duro”».
Primera generación de
cristianos
Con
todo, es consciente de que, igual que hace 40 años, en Madagascar todavía hay
sitios que no han pisado los misioneros, sobre todo en las zonas remotas del
norte. Lo mismo ocurre en el sur de Etiopía, en la zona fronteriza con Kenia.
Lo cuenta a Alfa y Omega monseñor Dominic Kimengich, obispo de
Lodwar, en el norte de Kenia. Él mismo pertenece a la primera generación de
cristianos de la región de Turkana. Nació en 1961, el mismo año que llegaron
los misioneros. «Fui a un colegio que habían puesto en marcha. No nos
presionaban para que nos hiciéramos cristianos, pero empecé a ver que allí
había algo maravilloso. Me bauticé a los 17, y a los 20 entré en el seminario.
He sido el primer sacerdote tugen», un subgrupo de la etnia kalenjin, famosa
por sus atletas. También es el primer obispo africano de Lodwar.
A
su cargo hay 43 sacerdotes, de los cuales solo 13 son locales. Recibe ayuda de
entidades católicas como la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol (CMSPA),
pero todo es poco para una región el doble de grande que Cataluña, y
prácticamente olvidada por el Gobierno de Nairobi, que está a mil kilómetros.
«El 60 % de la población son pastores nómadas. Muchos se denominan cristianos,
pero están sin bautizar y sin evangelizar. Para llegar a ellos, formamos como
catequistas a algunos nómadas que se mueven con su ganado, como el resto. Ellos
avisan a los sacerdotes de dónde están en cada momento para que vayan y
celebren Misa». La diócesis también atiende espiritualmente el campo de
refugiados de Kakuma, donde viven 200.000 personas, sobre todo de Sudán del Sur
y Somalia.
Sin
embargo, monseñor Kimengich no ha dudado en cerrar una de sus parroquias y mandar
a dos sacerdotes, que le hacen mucha falta, al sur de Etiopía. «Necesitamos
centrarnos más en esas zonas que no han sido evangelizadas. Ninguna de las
grandes congregaciones está allí. Se lo dije al Papa cuando fuimos a la última
visita ad limina, en 2015: “Si no llevamos la Buena Noticia allí
ahora, habremos perdido la oportunidad y tendremos problemas”. Los musulmanes
tienen una agenda: quieren convertir África. A Etiopía están viniendo desde
Egipto, y antes o después estarán con estas tribus, porque nosotros no
estamos».
El cristianismo, camino
de paz
No
se trata de una carrera. A monseñor Kimengich su propia historia le hace ser un
apasionado de la evangelización. «Para mí el cristianismo, junto con la
educación, es la única forma en la que podemos tener paz. Cuando la gente tiene
formación ve que nos unen cosas más allá de las tribus. Y los cristianos
sabemos que somos una única familia bajo Dios». En Turkana la principal fuente
de conflicto son los enfrentamientos entre pastores, que entran en territorios
de otras tribus en busca de pastos. Estas luchas antes se hacían con machetes,
pero ahora casi todo el mundo tiene pistolas o rifles que llegan por la guerra
en el vecino Sudán del Sur.
«En
2012 invité a un encuentro a los obispos de las diócesis vecinas, tanto de
Kenia como de Uganda, Sudán del Sur y Etiopía, porque todos nos enfrentamos a
la misma situación. Queríamos ver cómo lidiar con este problema y cómo
evangelizar a estas comunidades» que aún no han escuchado el Evangelio. Así
nació el programa Paz y Evangelización a través de las Fronteras. «Una vez que
la gente conoce a Cristo se vuelve constructora de paz. Por eso la
evangelización es tan urgente. Queremos poner en marcha otros proyectos que
unan a las comunidades, como escuelas en las fronteras, donde se junten niños
de tribus distintas».
A
sus 56 años, el obispo tugen transmite entusiasmo. «Mi gente está muy abierta
al cristianismo. Veo África como una fuente de misioneros para el futuro. Pero
necesitamos prepararlos, necesitamos seminarios y formadores. Las iglesias de
Europa, América e incluso de algunas partes de África tienen más de lo que
necesitan. Deberían darnos ese superávit. Con recursos pastorales
podríamos hacer mucho más. Pero tenemos a Dios, y con Él todo es posible».
En cifras
1.113 diócesis
del mundo (el 37 % del total) son territorios de misión. En ellas vive el 46,92
% de la población mundial.
87 millones
de euros repartió en 2016 el Fondo Universal de Solidaridad de la Obra
Pontificia de Propagación de la Fe. 12,2 millones los aportó España.
4.000 proyectos
en territorios de misión fueron posibles gracias al Domund. España sostuvo 658.
13.000 misioneros
españoles difunden el Evangelio por todo el mundo. El 69,42 % están en América.
Fuente:
Alfa y Omega