Al celebrar este domingo la clausura del cuarto centenario de su muerte, damos gracias a Dios por haber dado a Segovia un gran modelo para padres de familia y para consagrados
El 15 de Enero de
1888 fue canonizado el hermano jesuita segoviano Alonso Rodríguez.
Subió a los altares con otros dos jesuitas: Pedro Claver, discípulo
suyo y misionero entre los esclavos negros de Colombia, y Juan Berchmans,
joven jesuita de Flandes que murió con 22 años. La providencia unió a
los tres mostrando la belleza de la santidad en edades y situaciones muy diversas.
San Alonso Rodríguez
nació en Segovia el 25 de Julio de 1531. Contrajo matrimonio y fue padre
de tres hijos. Enviudó y murieron también sus hijos. Muerta su madre,
quedó solo. La fe le llevó a solicitar la entrada en la Compañía de Jesús,
que no fue fácil, pues por la edad, su salud y la falta de estudios no lo
consideraban apto.
Finalmente el provincial
lo admitió con estas palabras: «Recibámoslo para santo». Sus palabras
fueron proféticas. Durante 46 años se santificó en el oficio de portero
del colegio Montesión de Palma de Mallorca. No fue sacerdote,
sino hermano lego.
Podemos decir que
su vida fue una continua prueba. Dios le condujo a la pobreza radical,
a la soledad de todo afecto humano y al desasimiento de sus bienes y de
sí mismo. Quien había nacido en una familia numerosa de once hermanos,
y experimentado el gozo de fundar una familia, quedó solo.
Otro gran jesuita
inglés, G.M. Hopkins, converso al catolicismo y uno de los mejores
poetas de lengua inglesa, compuso para Alonso Rodríguez, con motivo
de su canonización, un precioso soneto, en el que compara la grandeza
del santo segoviano con la de los mártires, porque Alonso fue purificado
en el crisol de las luchas internas, como reconocen sus biógrafos. «La
guerra está dentro —escribe Hopkins— y la espada esgrimida es invisible/
el pecho heroico sin defensa acerada/ y la tierra no escucha el arrojo
feroz de la refriega». San Alonso, que también fue consolado con dones
místicos, iluminaciones y dotes de consejo, padeció en silencio
«el arrojo feroz de la refriega» de su alma.
Dios, que —según
dice el soneto— talla montañas, continentes y la tierra entera, esculpió
en la roca firme de la personalidad de Alonso el santo que llegó a ser.
Su vida, anodina en apariencia, yendo y viniendo a la portería del convento,
se convirtió en el camino del seguimiento de Cristo, pobre y humilde,
como una forma de acompañarle en la subida a la cruz. Sus virtudes sobresalientes
fueron las de Cristo: humildad, obediencia, caridad. Se las llama pasivas
porque se alcanzan dejándose modelar por Dios. Pero suponen una potente
actividad del espíritu porque nada hay más costoso para el hombre que
dejarse hacer, abandonarse en Dios.
La batalla del hombre
contra sí mismo es ésta: perder para ganar. Lo dijo Cristo, y lo parafraseó
bellamente san Alonso en uno de sus apuntes espirituales, que escribió,
junto con su vida y experiencias místicas, por mandato de sus superiores.
Dice el santo: «Es tan alto este juego entre Dios y el alma, y tan espiritual,
que el alma echa el resto en él y Dios también el suyo, y todo de amor: y así
es juego de amor… Y así, perdiéndose a sí misma, es a saber, no siendo
ya suya, sino de Dios, Dios ganó el resto al alma, que es ella misma».
Al celebrar este
domingo la clausura del cuarto centenario de su muerte, damos gracias
a Dios por haber dado a Segovia un gran modelo para padres de familia y
para consagrados. Agradecemos al Papa Francisco su mensaje y la bendición
apostólica con indulgencia plenaria que nos ha regalado para celebrar
mejor su santidad y virtudes. Y pedimos, como dice el mensaje del
Papa, «profundizar en las enseñanzas de este maestro de espíritu, que
fue capaz de contemplar al Señor en el hermano que llamaba
a la puerta».
+ César Franco
Obispo de Segovia