¿Qué movió a Pedro a
saltar de la barca, a olvidar que en el agua no había suelo, para andar
descalzo con el Señor?
Siempre me sorprende el valor
de los que son capaces de vencer sus miedos y lograr lo imposible. Se sobreponen a las
dificultades. Vencen en medio de los peligros. Tienen miedos pero los superan.
Confían, en sus fuerzas, en las fuerzas de Dios, en el destino, en la vida que
les sonríe.
Me
sorprende ese valor que desafía el peligro de muerte, que se sobrepone después
de caer agotado, que lucha hasta la extenuación por alcanzar la meta.
Decía
el tenista Rafael Nadal: «Cuando uno desea mucho algo lo consigue.
Hay muchas situaciones cambiantes. Prefiero morir siendo valiente».
Me gusta pensar que yo también puedo ser más valiente de lo que soy. Que puedo
morir siendo valiente. Que soy capaz de luchar mirando a la meta sin querer
desandar el camino recorrido. Sin volver la vista atrás.
Pero
a veces siento el miedo y me veo cobarde. Me asustan los caminos nuevos,
desconocidos. Veo peligros que no existen. Tiemblo. Retrocedo. Me intimidan
esas aventuras en las que no todo está bajo control. Me da miedo perder lo que
tengo y quedarme vacío. No me gusta que fracasen esos planes trazados. La
inseguridad de la vida me impone mucho respeto.
Veo
a Pedro que mira a Jesús desde la seguridad de la barca y camina hacia Él sin
miedo. Se atreve a hacerlo. Algo mueve su corazón.
Decía
el P. Kentenich: «¿Qué movió a Pedro a saltar de la barca,
a olvidar que en el agua no había suelo, para andar descalzo con el Señor?¿Saben
lo que esto significa? Sólo un amor enorme es capaz de esto»[1]. Le
movió la fuerza interior de un amor enorme por Jesús.
Esa
fuerza fue la que le hizo creer en Jesús y en sí mismo. Creyó entonces en lo
imposible. ¿Cómo va a ser posible caminar sobre las aguas? Él pudo hacerlo.
Unos pasos tan solo. Unos pocos metros. Luego dudó y se hundió.
Pienso
en tantos hombres que desafiaron las advertencias de los que no tenían fe: «No
lo vas a lograr. Es imposible. Déjate de aventuras locas y quédate donde estás.
En este lugar estás seguro. ¿Para qué arriesgar toda tu vida inútilmente?». Esas
advertencias tal vez las he escuchado en mi corazón alguna vez.
Puede
que alguien me las dijera en un momento de mi vida, cuando pensaba dar un salto
arriesgado, o soñaba con hacer algo poco razonable. Tal vez entonces le hice
caso y me quedé quieto. O quizás no tuve en cuenta su advertencia y seguí mi
intuición más clara.
Quizás
todos hemos escuchado advertencias parecidas. Tal vez incluso las hemos dicho
en alto viendo el peligro que corrían aquellos a los que amamos. A lo mejor
teníamos razón y era poco razonable. O quizás nuestro miedo era demasiado
grande.
Pienso
en la vida de Íñigo de Loyola. Un hombre que fue poco razonable, poco prudente.
Él soñaba ya desde joven con grandes gestas humanas. Quería servir como un
siervo a su reina. Anhelaba ganar grandes batallas humanas y lograr grandes
triunfos en los que su nombre fuera recordado.
Estaba
dispuesto a morir dando su vida si con ello lograba defender su reino. Y casi
la pierde cuando luchaba por defender el reino de Navarra de los ejércitos
franceses. Había una gran desproporción entre los dos ejércitos. Por eso todo
parecía perdido en la última batalla. Pero Íñigo quería morir dando la vida por
las murallas de su reino y dijo: «Yo digo que luchemos».
No
le importaba tanto la muerte. Estaba dispuesto a morir con honor por aquello
que tanto amaba. Un deseo de gloria humana. Vanidad de vanidades. Deseo de
reconocimiento. No quería huir del campo de batalla con miedo. Fue capaz de
arriesgarlo todo por un deseo heroico de hacer historia.
Pero
Dios conservó su vida para otras batallas. Sólo quedó herido en una pierna. Y
en medio de su reposo fue cuando descubrió a Dios leyendo las vidas de los
santos. Entonces pensó que él también quería ser un gran santo, el más grande: «¿Y si
yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?». Tenía
sed de gloria. Ahora de Dios, antes de los hombres.
Pero
en aquel reposo eterno se fue haciendo consciente en su corazón algo muy claro: Cuando
pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer;
pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de
espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las
austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo,
sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría.
De esta diferencia él no se
daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos
del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí
mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en
cambio, alegre.
La
gloria de Dios le daba alegría. La gloria humana sólo una alegría pasajera. Así
fue como se decidió a hacer algo grande por Dios. Había desaprovechado su vida
hasta entonces. Tenía que ponerse en camino en la aventura de su vida. Venció
los miedos que querían retenerlo en una vida segura. No fue razonable ni
prudente.
Lo
mismo le pasó a Pedro cuando lo dejó todo por seguir a Jesús. Cuando creyó que
era posible caminar sobre las aguas revueltas. Un amor más grande movía su corazón.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia
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