La Transfiguración es considerada como una cristofanía, es decir, una revelación del ser mismo de Cristo
El
día 6 de Agosto la Iglesia celebra la Transfiguración del Señor, que este año
cae en domingo. Los tres evangelios sinópticos narran el hecho que, a partir del
siglo IV, se sitúa en el monte Tabor donde existe una bella basílica que lo
conmemora.
En el Oriente cristiano, la Transfiguración ejerce una enorme
influencia en la mística y en la iconografía. Es un misterio que invita a la
contemplación de Cristo, quien, al transfigurarse, anuncia su futura
resurrección. Para entender bien el significado de la Transfiguración hay que
considerar algunas claves de lectura que nos ofrece el texto.
En
primer lugar, dice san Mateo que este hecho sucede seis días después de que
Jesús anunciase por primera vez su muerte y resurrección. Hay que relacionarlo,
por tanto, con este anuncio que sorprendió a los apóstoles e hizo que Pedro
quisiera desviar a Cristo de su camino. La muerte de Cristo se presentaba como
un escándalo a quienes pensaban que era un Mesías político. Por ello, la
liturgia presenta la Transfiguración como un suceso que pretende ayudar especialmente
a los tres testigos de la agonía de Jesús, a superar el escándalo de la pasión.
Otro
dato muy ilustrativo es que Jesús les prohíbe hablar del suceso hasta que
resucite de entre los muertos. Aunque los judíos creían en la resurrección, el
hecho de que Jesús hable de la suya propia debió desconcertarles porque la
resurrección era entendida de modo colectivo y no individual. Por eso discutían
sobre qué quería decir resucitar de entre los muertos. En la mente de Jesús es
claro, sin embargo, que, una vez resucitado, los apóstoles entenderían el
sentido profético de la Transfiguración, en cuanto anuncio de su victoria sobre
la muerte. Por eso, la Transfiguración es considerada como una cristofanía, es
decir, una revelación del ser mismo de Cristo.
Este
es el último dato que constituye el centro del relato evangélico. Cuando la nube,
signo de la presencia de Dios, cubre a los testigos, una voz sale de ella para
anunciar: «Este es mi Hijo, el amado, escuchadle». De modo semejante al
bautismo, la voz de Dios revela quién es Jesús de Nazaret. No es un hombre
cualquiera ni un profeta más sino el Hijo amado del Padre, la Palabra que Dios
dice al mundo. Los hombres deben escucharle.
Este
desvelamiento del ser de Cristo se ha realizado en la Transfiguración, palabra
que traduce la griega metamorfosis cuyo significado es cambio de forma.
Conviene recordar que cuando san Pablo habla de la encarnación de Cristo, dice
que, dejando la forma de Dios, tomó la forma de siervo. Pero no dice que haya
dejado de ser Dios. Desde esta perspectiva, la Transfiguración deja traslucir
en la carne humana de Cristo la gloria que siempre ha tenido junto a Dios, por
ser Dios mismo.
Para
que comprendamos la trascendencia de este misterio y lo que de él podemos
aplicar a nuestra vida, conviene saber que Pablo utiliza dos veces el verbo metamorfoo.
En una ocasión, lo hace para oponer a la ceguera de los judíos la iluminación
de los cristianos que son transfigurados por la contemplación de la gloria de
Cristo resucitado (2Cor 3,18). En la segunda ocasión, exhorta así a los
cristianos de Roma: «No os amoldéis a este mundo, sino transfiguraos por la
renovación de la mente para discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rom 12,2).
Es obvio que, al utilizar este lenguaje, nos invita, como han hecho los grandes
maestros de la fe, a contemplar cara a cara a Cristo, para que la luz de su
rostro no sólo nos revele quién es Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, sino cuál es
nuestro destino si caminamos en pos de Cristo: ser transfigurados ya en esta
vida, según su imagen, de gloria en gloria.
+
César Franco
Obispo
de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia