El cristianismo se reduce a esta identificación plena con Cristo de manera que nuestro corazón sea semejante al suyo
Es posible que la devoción
al Corazón de Jesús nos parezca anticuada, pasada de moda. Es posible también
que algunas imágenes del Corazón de Cristo resulten poco atractivas, melifluas,
carentes de verdadera espiritualidad. En el arte, incluso en el sacro, hay
cosas buenas y cosas malas.
Pero el simbolismo del
Corazón de Cristo es y será siempre actual. ¿Hay algo más nuclear en la persona
que el corazón? ¿Algo identifica más al hombre que su propio corazón? ¿No late
con fuerza cuando nos enamoramos? ¿No parece que se sale del pecho cuando algo nos
asalta o nos conmueve? ¿No lo entregamos a alguien como signo de amor? Hasta lo
usamos, como emoticón, en nuestros diálogos sin palabras. El corazón es un
símbolo universal, comprensible por todos.
Jesús se ha definido a sí
mismo con el símbolo del corazón en estas únicas y asombrosas palabras: «Venid
a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre
vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt
11,28-30).
Como símbolo del hombre en
la cultura semita, el corazón representa la humanidad de Cristo, que se define
como manso y humilde, capaz de atraer hacia sí a los fatigados y agobiados para
aliviarlos con su sola presencia. Poner la cabeza sobre su pecho, como hizo
Juan en la última cena, es signo de amistad y descanso. Es un gesto de
confianza que sugiere la identificación con aquel que amamos. Jesús atrae por
su mansedumbre, no rechaza a nadie, busca al que se pierde. Seduce con su
humildad y abajamiento. Precisamente este descenso a lo bajo, perdido y
postergado, convierte a Cristo en el amigo más fiel y cercano que podemos
imaginar. En él siempre hay alivio y descanso.
La devoción al corazón de
Cristo no es un invento moderno ni una devoción particular que algunos santos
han desarrollado gracias a revelaciones privadas. Está en las palabras citadas
de Jesús, leídas en el evangelio de este domingo, y en la escena conmovedora de
la muerte de Cristo, cuando el centurión le atraviesa el costado con su lanza. El
evangelista Juan da testimonio de este hecho que provoca la salida de sangre y
agua, interpretado por la Tradición como símbolo de los sacramentos de la
Iglesia.
Algunas imágenes de Cristo
lo presentan mostrando su llaga del costado, signo de su amor y compasión por
el hombre. El Resucitado muestra las llagas de su humanidad indicando que es el
Crucificado, y que el amor manifestado en la pasión perdura en su carne
gloriosa. Y la carta a los Hebreos llega a decir que los cristianos tenemos
libre acceso a Dios a través del velo rasgado de la carne de Cristo. Su
humanidad se ha convertido en el camino seguro para llegar a Dios.
¿Es anticuada esta devoción?
De ninguna manera. El mes de Junio, dedicado al Corazón de Cristo, no basta
para llegar a comprender su ternura y misericordia con el hombre. Ni toda la
vida. Comprender esta devoción a la humanidad de Cristo representada en su
corazón es reconocer que Jesús nos ama con un corazón humano y divino al mismo
tiempo. Supone darnos cuenta de que, como hizo con Pedro, nos pregunta si le
amamos de verdad, si estamos dispuestos a amar como él e identificarnos
plenamente con sus sentimientos.
El cristianismo se reduce a
esta identificación plena con Cristo de manera que nuestro corazón sea
semejante al suyo, como pedimos en la oración. Nuestra espiritualidad puede
adolecer no sólo de sentimentalismo vano, sino de racionalismo que ha olvidado
lo que decía Pascal: el corazón tiene razones que la razón ignora; Dios es más
sensible al corazón que a la razón.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia