¡No te lo tomes como algo
tan trágico!
A
veces en mi desierto no veo a Dios, no lo siento. Pero está a mi lado. Le pido
a Jesús que me empuje en este tiempo de Cuaresma a ir al desierto, a mirar en
mi interior. Para perder el tiempo con Dios sin hacer tantas cosas. Estar a
solas con Él. Quiero poner mi vida en Dios. A eso me invita Jesús.
De
nuevo quiero que mi vida sea de Dios. Quiero salir de mí para mirarlo a Él.
Volver a reconocer quién soy de verdad. Quiero pedirle que venga conmigo. Sin
desierto no hay misión. Sin desierto no hay profundidad. Sin desierto no hay la
alegría profunda de la Pascua.
El
desierto es el lugar del encuentro con Dios que nunca me deja solo en mis
luchas. Siempre me manda ángeles que me consuelan. ¿Quiénes son? Me gustaría
que los ángeles vinieran a socorrerme. Quiero reconocerlos. No me gusta estar
solo en medio de mi tentación.
Necesito
esos ángeles que acallen la voz del tentador y me sostengan en el camino y den
fuerza a mi debilidad. La sostengan en medio de mis luchas. Ángeles que,
dejándome caer en mis fracasos, luego me levanten con ternura.
Pienso
en los ángeles que me manda Dios cada mañana, para que no caiga, para que siga
luchando. Son de carne y hueso. No me dejan. Me recuerdan quién soy, me hablan
de mi misión. Me ayudan a pensar en quién puedo llegar a ser. Si escucho la voz
de mi alma. Si soy fiel a mi verdad y no me dejo seducir por las apariencias.
Si reconozco en mi interior ese deseo de Dios que quiere hacerse realidad en mi
vida.
A
veces no logro ver esos ángeles que Dios manda a mi vida para cuidar mi
corazón. Y me dejo tentar. Seducir. Caigo. Entonces sé que Dios me levanta para
comenzar de nuevo. Le entrego mi debilidad ante las tentaciones. No me
escandalizo de mi propio pecado.
Decía
el padre José Kentenich: “Tenemos que creer en lo bueno que hay en el ser
humano a pesar de los extravíos. Con ello no quiero decir que debiésemos dejar
caer a propósito a nuestros hijos espirituales. Eso no. Pero no deberíamos
tomar los extravíos como algo tan trágico”[1].
No
ver la caída como algo tan trágico en mi propia vida. Me levanto. Vuelvo a
luchar. Vuelvo a creer en lo bueno que Dios ha puesto en mí. En mi bondad
natural. En el don que Dios ha sembrado en mi alma. Y le suplico a Dios
siempre de nuevo: no dejes que caiga en la tentación. Sólo Él puede darme su
fuerza.
[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia
