Su verdadero nombre es
Codex Gigas, y tiene un valor incalculable
En
una oscura celda de una tormentosa noche medieval en el monasterio benedictino
de Podlažice, en lo que hoy es la República Checa, un joven y tortuoso
monje apodado Germán el Recluso escribe sin descanso sobre un enorme pergamino.
Ha cometido un gravísimo pecado por el cual la sentencia es una muerte
horrible, emparedado vivo, y sólo un milagro puede salvarle. Pero su alma
ennegrecida no implora a la misericordia divina, sino a fuerzas más
oscuras.
Desesperado
por salvar la vida, el penitente ofrece al abad componer una obra tan
grande que reúna toda la sabiduría de la época, y que dé gloria a su
monasterio. Promete además, el insensato, terminarla en una sola noche.
El
abad se burla de él, advirtiendo al culpable que la bravata sólo empeorará
su terrible castigo. Pero a la mañana siguiente, el tortuoso fraile se presenta
ante todos con un volumen gigantesco, en cuyas páginas, al abrirlas, encuentran
la terrible imagen del verdadero autor, y una poderosa maldición.
En
realidad se llama Codex Gigas (Libro Gigante), es probablemente
del siglo XIII, y la duda es si recibió este nombre por sus grandes
dimensiones ((92 × 50,5 × 22 cm, 624 páginas y 75 kg de peso) o por la gran
cantidad de obras reunidas en él: una copia incompleta de la Vulgata, la Chronica Boemorum de Cosmas
de Praga, dos obras del historiador judío Flavio
Josefo, las Etimologías del arzobispo San Isidoro de Sevilla, unos
tratados de medicina del médico Constantino el Africano, la regla de San
Benito, un calendario, una lista de benefactores del convento, además
de textos de contenido mágico, hechizos y encantamientos.
Se
trata del libro escrito más grande que nos ha llegado desde la Edad Media,
y en su época fue considerado una de las maravillas del mundo. Los expertos que
lo han estudiado, entre ellos Christopher de Hamel, de la Universidad de
Cambridge, afirman que lo escribió una sola mano, pero que al menos tardaría 20
o 30 años en terminarlo. La obra de toda una vida.
Hay
que recordar que estas “misceláneas” eran corrientes en la época medieval, en
la que los libros eran ejemplares únicos, normalmente hechos por encargo y a
medida del usuario. Libros como estos, más que para uso religioso,
constituían las auténticas enciclopedias de la época.
También
es interesante recordar que la incipiente investigación científica a
menudo venía envuelta en pensamiento mágico e influencias de las
traducciones de obras antiguas: no es hasta 1317, un siglo después, que el papa
Juan XXII prohíbe expresamente la alquimia con la bula Spondent Pariter.
Pero hasta entonces, era una delgada línea roja la que separaba al alquimista
del filósofo y del investigador científico. No es extraño, por tanto, encontrar
libros de alquimia y lo que hoy consideraríamos magia en un scriptorium medieval.
Lo
que es seguro es que la curiosa imagen del diablo en una de sus páginas es
la que ha alimentado la leyenda sobre su origen, y la que le ha valido el
título de “biblia de Satán” – aunque puesta en su contexto, la imagen no
es extraña a la iconografía medieval: en la página de al lado hay una
ilustración que muestra la Ciudad de Dios, como contraposición entre el bien y
el mal, el cielo y el infierno.
La
leyenda no hizo sino aumentar, vinculando el extraño libro a catástrofes y
plagas de peste, y seguramente llegó a oídos de un amante del ocultismo como
Rofoldo II de Habsburgo, de quien se dice que engañó a los monjes para llevarse
el libro e incorporarlo a su mítico “Gabinete de las Maravillas”,
escondiéndolo supuestamente al mundo para su uso privado.
Décadas
más tarde, durante la guerra de los 30 años que enfrentó a protestantes y
católicos, una expedición protestante entraría en el palacio real de Praga y
robaría gran parte de la colección del difunto Rodolfo. El Codex, llevado
a Estocolmo como botín de guerra, pasaría entonces a las manos de
otra singular reina, Cristina de Suecia (la cual acabaría su reinado,
precisamente, abdicando para convertirse al catolicismo).
El
singular libro se conserva desde entonces en el Museo Nacional de Suecia. En
2007, la Biblioteca
Nacional de Praga logró su préstamo para una exposición, y se
convirtió sin duda en la estrella de la muestra.
Inma Alvarez
Fuente:
Aleteia