¡Cuántas veces mi sueño y
la realidad no coinciden! Y me duele
Cuando
sufro y temo miro a Jesús y me levanta del polvo su promesa: “¿Está o no
está el Señor en medio de nosotros?”. Sí, está en mi vida herida. Cuando
desconfío y temo. Miro a Dios y lo afirmo, lo creo. Él está en mi alma rota. En
mi vida accidentada. Está cuando no lo toco y me asusta el vacío y la soledad.
Está cuando no lo oigo ni veo en medio de mis miedos.
Sé,
como una certeza, que camina colgado de mi espalda. Dibujado en mi mirada.
Grabado en lo más hondo de mi alma. En mí camina siempre y me sostiene. Lo sé: “La
esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”.
Dios
derramado en mi alma para siempre logra que no me desanime, que no claudique,
que no deje de confiar en lo que tengo por delante. Dios me sostiene para
que no dude ni tema cuando la vida no sea tal como yo la había soñado. La
promesa de Dios sobre mi vida me alegra el alma.
¿Qué
es lo que espero? ¿Qué espero de la vida, de los hombres, de mí mismo? Muchas
veces experimento la frustración. No sucede lo que espero, lo que sueño. ¡Cuántas
veces mi sueño y la realidad no coinciden! Y me duele el alma. Mi
expectativa no llega a término. Y me duele.
Quiero
reavivar estos días la esperanza. Dios está conmigo. Tiene sed de mí. Me espera
a mí. Decía el papa francisco: “Ese amor de Dios nos invita llevar la
buena nueva, haciendo de la propia vida un homenaje a Él y a los demás. Y esto
significa tener coraje, esto significa ser libres. Dios espera algo de ti,
Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti”.
Dios
espera que lo ame. Confía en que venga de nuevo a Él saliendo de mi
comodidad, de mi hogar, de mi tierra. La esperanza de Dios. Tiene una misión
para mí. Ha sembrado en mi alma su esperanza.
Muchas
veces vivo relaciones rotas. Y entonces la desilusión me lleva a
desconfiar. No quiero que mis fracasos acaben con mi esperanza. Con mi anhelo
de plenitud. No quiero dejar de creer en lo imposible, confiar en lo
inalcanzable. Dios quiere que mi vida tenga sentido. Y lo tiene en su plan de
amor.
En
la película El inolvidable Simon Birch, el protagonista, un niño que
nace con una enfermedad de enanismo, cree que tiene una misión en la vida.
Despreciado por muchos. Ignorado por otros. Él cree ciegamente en el sentido de
su vida enferma. Y al final su vida tuvo sentido. Cambió la vida de otros con
su fe, con su entrega. Fue realmente un héroe para muchos.
Es
curioso. A veces me cuesta creer en la misión que tengo en esta vida. No
quiero dudar. Dios cree en mí, espera de mí. Y yo también espero.
Pero
me encuentro a menudo con personas que han perdido toda esperanza. Ya no
confían. No creen. No confían en sus fuerzas, ni en los hombres que las rodean.
Y menos aún confían en Dios. Viven sus relaciones rotas sin esperanza. Como si
ya nada se pudiera hacer para arreglar sus vidas. Como si fuera imposible hacer
algo bien. Ya no hay promesa de Dios en sus vidas rotas.
Tal
vez la expectativa que tenían sobre la vida se ha visto defraudada. Creían
mucho. Esperaban mucho. Encontraron poco. Tal vez esperaban demasiado.
Leía
el otro día: “En los casos de amor desesperado siempre pasan estas cosas,
¿no? El amor desesperado consiste en inventarse un personaje, exigir a la
persona amada que lo represente y hundirnos en la miseria cuando se niega a
convertirse en ese ser de ficción”[1].
Un
amor poco sano tiene expectativas irrealizables. Un amor que se funda en sueños
que no se cumplen. Y se proyecta en la persona amada un deseo inalcanzable. No
puede asumir el rol que le exijo. Y se rompe la relación. Una herida profunda.
Tener expectativas excesivas puestas en los demás puede acabar hiriéndome.
La
esperanza sí que esponja mi alma. La esperanza viene de Dios. Es la esperanza
puesta en lo que Dios puede hacer en mi vida. Por eso quiero poner mi
esperanza en su poder y no en mis fuerzas.
Una
oración del padre José Kentenich en el Hacia el Padre dice así: “Cuando
consideramos nuestras propias fuerzas, toda esperanza y confianza flaquean;
Madre, a ti extendemos las manos e imploramos abundantes dones de tu amor”.
Cuando
confío sólo en mí, fracaso. Me fallan las fuerzas. Me dejo llevar por la vida.
Y acabo desconfiando de poder lograr lo que deseo. Y dejo de creer en el poder
de Dios. Ya no espero, ya no confío.
El
otro día leía: “Deseamos hacer grandes hazañas, afrontar grandes retos,
aspirar a grandes conquistas. Pero sucumbimos ante todas ellas, porque
sólo nos movemos en el ámbito de los deseos. Deseamos querer hacer y no
hacemos. Deseamos querer llegar y no nos movemos. Deseamos querer ser y no
somos. Queremos cambiar y no cambiamos. Porque cuando emocionalmente somos
desordenados nos ilusionamos con fines que nunca llegan, porque no ponemos los
medios para lograrlos”[2].
La
esperanza no es pasiva. Me pone en movimiento. Aumenta mis deseos y me lleva a
la acción. No quiero sólo desear. Necesito obras. Quiero esperar en Dios y
poner los medios para caminar en la dirección de mis sueños.
Lo
vivo en mi alianza de amor con María en el santuario: “Nada sin ti, nada
sin nosotros”. Nada sin el amor de Dios. Nada sin María que me sostiene
abrazando mi espalda. Y nada sin mi lucha por aprender a caminar.
Los
ideales me marcan las cumbres que anhelo. Me abren el horizonte. Es la
esperanza que mueve mi corazón y lo ensancha. Deseo vivir en Dios. Vivir para
Él. Allí, en su pozo, no volveré a tener sed. Es lo que desea mi corazón. Por
eso camino. Por eso me levanto.
Pongo
medios para alcanzar la meta, el ideal. De nada sirve soñar grandes cosas si no
me pongo en camino.
¡Cuántas
veces veo a personas frustradas porque no avanzan, porque no tienen éxito,
porque una y otra vez dejan de cumplir lo que se proponen! Tienen buenas
intenciones. Llenan su corazón de bonitos deseos.
Pero
luego no se ponen en camino. Esperan mucho de la vida. Pero no siembran. Creen
en los milagros. Pero no entregan su esfuerzo diario por la santidad. Sus
pasos pequeños. Su esperanza grande.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia