Esa sensación de debilidad
te libera y te da una mirada más sincera sobre tu vida
Hay
una tendencia en mi alma a externalizar la culpa. Son los otros los
responsables de mis fracasos. Son los otros o la mala suerte los culpables de
mi tristeza. Los otros con sus omisiones y sus acciones. O son culpables las
circunstancias adversas de mi vida que no me dejan ser feliz y frustran mis
proyectos.
Es
como si Dios no me dejara tener una vida plena y bloqueara mis caminos de
esperanza. Dios, o el mundo por Él creado, o la suerte que no me acompaña.
Me
cuesta reconocer mi propia responsabilidad en todo lo que me sucede. Pienso
que yo estoy bien y los demás son los culpables. Pienso que soy yo el que
trabaja con esfuerzo. Y por eso acabo pensando que merezco más suerte en mis
empresas.
Culpo
a la mala suerte o a Dios de lo que me sucede. Cuando triunfo es por mis
capacidades. Cuando fracaso alguien ajeno a mí tiene la culpa. Señalo un
culpable. Condeno a alguien. Esto me pasa cuando hago las cosas bien y no logro
el resultado que deseaba. Alguien tiene la culpa de mi desdicha.
Al
mismo tiempo, en ocasiones hago las cosas mal y luego busco culpables que se
hagan cargo de mis desatinos. Me da miedo asumir las consecuencias de mis
actos. Deseo lo que no me conviene. Busco lo que no me hace bien. Y nunca tengo
la culpa en mis caídas.
Deseo
que alguien cargue con el peso de lo sucedido. No quiero cargar yo con ese
peso toda mi vida. Yo actúo y otros responden. ¡Cuánto cuesta hoy encontrar
personas que se hagan responsables de lo que hacen!
Los
demás son siempre más culpables que yo. Me dejé llevar. Me tentaron. Todos lo
hacían. No sé por qué me encuentro yo más inocente que los otros. Tal vez es
así porque no tengo fuerzas suficientes para llevar todo el peso de la culpa.
Es demasiado pesada para mi alma.
Quiero
ser como Dios. Tener su fuerza. Y por eso busco justificar mis actos. Para
liberarme del peso de mi pecado. Tal vez dejo de creer en la infinita
misericordia de Dios y temo su castigo. No me creo digno, ni merecedor de un
amor infinito que me abraza cada día y perdona cada uno de mis errores.
Mi
culpa por lo que hago mal pesa demasiado. Decía el padre José Kentenich: “Muchos
hombres no pueden soportar su sentimiento de culpa y por eso lo niegan. Y
cuanto más lo nieguen, tanto más enferman psíquicamente. Mañana o pasado mañana
también colapsarán corporalmente”[1].
La
culpa por la vida que llevo. La culpa por lo que no consigo hacer bien. Me
siento débil y escondo la culpa. Sé que asumir la propia responsabilidad es
sanador. Pero hoy la palabra culpa está estigmatizada. Es como si hiciera daño
sujetarla entre las manos. Utilizo mejor la palabra responsabilidad.
La
culpa pesa demasiado. Tal vez porque durante mucho tiempo me han hablado en
exceso de culpa. Y nadie parecía quedar liberado de la misma. De ese extremo se
ha pasado al otro. Nadie quiere hoy ser culpable de nada. Alguien
tiene la culpa, no yo. Yo quedo liberado.
La
culpa duele. No quiero tener escrúpulos y vivir contando el número de mis
faltas. Prefiero irme al otro extremo. Al de la inocencia permanente. En la que
nunca asumo mi culpa. Es como un estado de paraíso en el que todo lo hago bien.
Y espero que todos aprueben mis conductas.
Y
si alguien resulta herido no es por mi culpa. Es culpa del mundo, de Dios, de
la vida. Pero yo eludo esa carga insoportable. Ese eludir la propia culpa
continuamente me acaba haciendo daño.
Soy
responsable de mis errores, de mis caídas, de mis pecados. Da miedo utilizar la
palabra pecado. Pero también peco. Y muchas veces no por ignorancia. Más bien
sabiendo lo que hago. No amo. Incluso odio.
Y quiero
sentir el peso de la culpa. No para vivir esclavo del mismo. No para amargarme.
Sino para ser sincero en la mirada sobre mi vida. Sí. Tengo culpa, soy
pecador. Acepto la verdad de mi vida.
Y
sé que esa culpa ya la carga Jesús en la cruz. Sé que Él ya ha muerto por mi
pecado. Antes de yo cometerlo. Ha muerto por mi pecado de ahora. Por el que
pronto cometeré. Por el que me pesa en el pasado.
Asumir
mi culpa es sanador. La tomo entre mis manos y esa sensación de debilidad
me libera. No soy de hierro. No soy perfecto. Soy de barro. Sólo anhelo amar
desde la pobreza de mi flaqueza, desde la herida de mi propia culpa.
No
la niego. La tomo en mis manos como un niño y se la entrego a Dios. Él
sabe cómo cuidar mi alma herida y enferma. Carga conmigo. Me lleva sobre sus
hombros.
[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia