En todos los hombres vive
Dios, el milagro es lograr hablar en su lengua
A
veces muchos piensan hoy que la Iglesia no habla en el idioma del mundo. Por
eso nadie la comprende. Es la misión más importante: hablar su idioma y así
construir la unidad. No sólo en mi familia, con los míos, no sólo en mi
comunidad religiosa, no sólo en la Iglesia católica, no sólo entre Iglesias.
Decía
el papa Francisco al hablar de la paz: “Ungidos por el mismo Espíritu, también
nosotros somos enviados como mensajeros y testigos de paz. ¡Cuánta necesidad
hay de este testimonio nuestro de paz! La paz no se puede comprar. Es un
don que hemos de buscar con paciencia y construir ‘artesanalmente’ mediante
pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana. El camino de la paz se
consolida si reconocemos que todos tenemos la misma sangre y formamos parte del
género humano”.
La
unidad con todo hombre. Sea cual sea su creencia, su origen, su vida. Sea cual
sea su condición, su forma de ser. En todos los hombres vive Dios. El
milagro es lograr hablar en su lengua.
Hablar
según su sed y no según lo que yo creo que necesita. Hablar despojándome de mí
mismo, acogiendo al otro, tal y como es. Entonces estoy entregando a Dios. No
mi idea de Dios, sino a Dios mismo.
En
Jesús, el Espíritu de Dios rompió esquemas a todos. Abrió horizontes, sembró la
paz entre los hombres. Cuando estaban con Él, les hablaba del amor a todos, a
los pecadores, a los samaritanos, a los fariseos, a los romanos, a los
recaudadores de impuestos, a los ladrones.
Con
Jesús habían aprendido a mirar al otro más allá de su pecado, de su creencia,
de su origen.
Jesús
abre el horizonte, no hay límites, no hay fronteras, no hay nadie que se quede
fuera. Dios es para todos, la buena noticia de que Dios camina con nosotros y
nos ama, es para todos.
El
Espíritu Santo abre las puertas del corazón, hace que las personas no tengan
miedo, se rompe el mundo pequeño en el que estaban. Salen hacia el otro, rompen
su vida.
Todos
en la vida tenemos alguna vez un antes y un después. Un momento en el que
comenzó a cambiar todo en nuestro camino.
Como
los apóstoles cuando recibieron el Espíritu Santo, que eran los mismos, pero
algo había cambiado. Tenían a Dios en el alma. Por fin comprendían a Jesús. Él
seguía actuando dentro de ellos.
La
presencia de Jesús llenó sus vidas para siempre. Cambió su forma de pensar, de
amar, de vivir. Ya no podían seguir como hasta entonces. Sus palabras tenían
fuego, sus manos hacían milagros, no tenían miedo al dolor, ni a la muerte, no
les importaba la persecución.
Así
comienza la aventura de la Iglesia. Se abren las puertas del Cenáculo y las del
alma. Se rompe el miedo. Unos hombres temerosos reunidos en torno a su Madre,
se llenan de fuego y pasión.
Todo
había comenzado con un anhelo, con una espera, con un ruido que llenó todos los
silencios. En la fuerza de un viento que lo envuelve todo y de un fuego que se
posa en cada uno, surge la Iglesia.
Una
Iglesia que habla palabras que comprenden todos, porque calman la sed. Una
Iglesia que acoge y sana.
Jesús
se hizo palpable en los suyos, en esos hombres enamorados que aman como Él, que
curan como Él. Hacen milagros, sanan con el poder de Jesús. Hablan sus mismas
palabras. Miran como Jesús. Era Jesús en ellos.
Es
cierto, esta vez sí, Jesús se queda para siempre con ellos, con nosotros. No
nos dejará nunca. Nos quitará los miedos. Nos hará creer en lo imposible, nos
enfrentará con la vida y con el mundo. Nos hará renovarnos cada día en nuestros
sueños y luchar por dar la vida sin temor.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia