Es posible llevar luz a
donde cuesta compartir una cena
Me pregunto cuántas cosas en
mi vida parecen irreconciliables. Amistades rotas. Vínculos familiares llenos
de heridas, de perdones no dados, de rencores guardados. No estoy reconciliado
cuando vivo en rebeldía con la vida que arrastro. Incapaz de cambiar mis noes
en síes, mi cobardía en audacia.
Creo que la Navidad tiene mucho que ver con la
reconciliación. Con reconciliarme con mi vida, con mis pasos,
con mis heridas. Reconciliar lo que no está conciliado. Reconciliar lo que se
ha roto, lo que está muerto, lo que está mal unido.
Y pienso que Jesús nace para que me reconcilie con mi
vida tal y como es, con las
personas que amo y abrazo tal y como son. Con mi trabajo como es. Con mi ritmo
de vida tal y como se desarrolla.
Sí, me reconcilio mirando a
Jesús. Doy mi sí. Y pienso cómo quiero vivir estos días navideños. Cómo quiero
regalarme en este tiempo sagrado que discurre ante mis ojos. A una velocidad
que supera el calendario entre mis manos. Todo demasiado rápido, demasiado
fugaz.
No me da tiempo a pararme.
Tal vez porque en mi agenda no lo he guardado. Y no me queda ese tiempo para darle a Dios.
Y me olvido. No
guardo ese tiempo que tengo para dárselo a los hombres.
Quiero aprender a regalar mi vida de forma sencilla. Como lo hace
Jesús. Reconciliarme con los que tengo lejos.
Reconciliarme con mi vida para poder dar lo mejor de mí. Mi alma en paz. Mi
alma en calma. Reconciliada.
Pienso en las personas a las que más quiero. Les pongo nombre. Las
nombro. Y me pregunto qué voy a regalarles estos días. Las quiero. Las protejo. Como José a María. Las guardo en mis entrañas. Pero a veces las descuido.
El otro día vi un video en el que le preguntaban a unos
jóvenes qué iban a regalar esta Navidad a las personas que más querían. Iban
pensando en posibles regalos para sus seres queridos. Les preguntan incluso qué
les darían si les tocara la lotería.
Ellos piensan en regalos
maravillosos. Imposibles. Hasta que llegan a la última pregunta: “Y si fuera su última Navidad, ¿qué le
regalarías?”. La
voz se rompe. La mirada se nubla. Uno
nunca piensa en la última navidad de un ser querido. No existe.
Siempre queda otra. Una nueva oportunidad.
No me imagino nunca el último
momento de alguien querido. No existe ese último día marcado en mi calendario.
Siempre me queda una Navidad más. Una nueva oportunidad para hacerlo todo
mejor.
Espero a escribir unas
palabras. Mejor el año que viene. Aguardo a escribir
palabras a alguien a quien quiero. Y tal vez dejo pasar el tiempo. Y
cuando las escribo tal vez ya no está a mi lado. O no puede entenderlas.
Da miedo pensar en esa última
Navidad. La última foto. La última cena. Si lo pienso, lo aparto con rapidez de
la mirada. Para no perder la paz ni por un solo momento. Pero claro, me lo
preguntan de nuevo. ¿Y si fuera la última Navidad?
Entonces todo cambia. Ahí
comprendo que lo más
importante que puedo regalar es mi vida. A las personas a las
que más quiero. Es mi tiempo sagrado. Ese mismo tiempo que a veces
pierdo de forma inútil.
Me desgasto en mi tiempo sin
hacer nada importante, sin amar con toda el alma, sin decir cosas sagradas.
Callo. Espero. Mejor otro día. Se escapa el tiempo.
Regalo cosas, pero no me entrego. Pienso en dar regalos para
cumplir el expediente, para salir del paso. Pero no pienso en lo que al otro le hace feliz
de verdad. No pienso en su vida, en lo importante de su vida. Y
me quedo en lo superficial, en lo anecdótico.
Quiero vivir cada Navidad
como si fuera la última. Dándole importancia a lo importante. Por eso quiero
cuidar a los que están cerca y a los más alejados. Reconciliarme con los que he
roto mi cariño o me he alejado por la distancia. Reconciliar, volver a
conciliar. Volver a cuidar una relación rota, herida, fría.
Decía el papa Francisco: “Hacer que tus manos, mis manos, nuestras
manos se transformen en signos de reconciliación, de comunión, de creación”. Nuevas relaciones creadas con
mis manos. Reconciliadas en las manos de un niño entre mis propias manos.
Volver a traer la paz y la armonía al seno de mi familia. Traer
luz con mi canto allí donde los vínculos se han debilitado. Donde cuesta
compartir una cena, aunque esa cena sea la cena de Navidad.
Y los protocolos hacen que el frío de mi
cariño se mantenga un año más. Todo políticamente correcto.
Frío. Tenso. Camino sin hacer mucho ruido. Por educación. Pero sin amor.
¿Quiénes son esas personas realmente importantes en mi vida a las
que quiero cuidar estos días? ¿Cómo están esas relaciones
heridas con el paso del tiempo? ¿Qué puedo regalar este año? Me pongo en su piel,
en sus zapatos. Me pongo en su corazón. ¿Qué deseo? ¿Qué desean?
A veces me sobran cosas. Y me falta lo más importante. Me falta amor. Calor. Paz.
Alegría. Me falta recibir más amor. Dar más amor.
Decía la sicóloga Carmen
Serrat: “No te enredes en medir y calcular lo que
el otro te da. Si lo haces, sólo encontrarás frustración. Hacerle feliz debe ser tu mejor propósito. Haciéndole feliz, sin olvidarte de ti
mismo, encontrarás parte de tu felicidad”.
Quizás lo que me falta de
verdad sea dar más amor. Pensar más en los demás que en mí mismo. Vivir más
descentrado. Dar la vida, dar mi tiempo, dar mi amor profundo. Darme a mí mismo
en lugar de dar nada más que cosas. No pensar en lo que voy a recibir. Pensar
mejor en lo que quiero regalar.
Ser veraz en mis vínculos,
auténtico. Cuando
me entrego, hacerlo con sinceridad, sin fingimientos, sin protocolos.
Sin impostar la voz, sin pretender ser quien no soy. Sin disfrazarme de héroe,
de amigo, de hermano. Sin presumir de mis logros. Sin colgarme medallas ni
engreírme en mis títulos.
Sí. Esto es Navidad. Mi piel desnuda ante la
piel desnuda de un recién nacido. Vacío de logros. Vacío de
méritos. Necesitado del calor de un niño. De María. De José.
Quiero reconciliarme cada día con Dios, conmigo mismo, con los demás. Siempre
hacerlo de nuevo. Volver
a empezar. Y tocar esa paz que sueño.
Fuente: Aleteia
