En la oración debemos
aprender el arte de la adoración de la gloria de Dios, quedando extasiados con
la contemplación de este amor
En el tiempo de Navidad resuenan en nuestros oídos y en
nuestros corazones las palabras del coro de los ángeles a los pastores de
Belén: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que
ama el Señor” (Lc 2, 14). En la Navidad hablamos mucho, - y con toda razón- de
paz, pero a veces nos podemos olvidar de la primera parte del canto celeste:
“Gloria a Dios en el cielo”.
La Iglesia nos habitúa a decir con frecuencia la doxología “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. En los domingos del año litúrgico se entona en la Misa el “Gloria”, que recoge el canto de los ángeles. Pero corremos el riesgo de habituarnos a usar una palabra cuyo significado no entendemos bien.
La Iglesia nos habitúa a decir con frecuencia la doxología “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. En los domingos del año litúrgico se entona en la Misa el “Gloria”, que recoge el canto de los ángeles. Pero corremos el riesgo de habituarnos a usar una palabra cuyo significado no entendemos bien.
¿Qué
significa reconocer “la gloria de
Dios”? Significa ante todo reconocer su
grandeza, su majestad, su omnipotencia. La “gloria” divina es, según la
etimología de la palabra, su “peso”, lo que Dios es en su esencia e intimidad.
Para el cristiano, que ha visto la gloria
de Dios reflejada en el rostro de Cristo,
la gloria divina se manifiesta en su amor:
“Tanto ha amado Dios al mundo que le dio su Hijo único” (Jn 3, 16).
El gran poder de Dios es su Amor, el hecho
de que Él es Amor sustancial, podríamos decir. Por ello la tradición
cristiana ha visto sobre todo en el momento de la cruz, junto con la
encarnación, la gran manifestación de la gloria de Dios, el momento supremo de la manifestación
de su amor misericordioso por nosotros.
María, tanto en Nazaret, Belén como en el
Calvario, es testigo privilegiado de esta glorificación,
Ella que había hecho de su vida un perenne Magnificat, un continuo acto de
glorificación de Dios.
Oración y gloria de Dios
La oración es un momento en el que tenemos
que dar espacio a la contemplación de la gloria de Dios, de su amor infinito
hacia nosotros. No puede ser la oración simplemente una lista de peticiones ni
de intenciones, aunque esto es lícito y bueno.
En la oración debemos aprender el arte de
la adoración de la gloria de Dios, quedando extasiados con la contemplación de
este amor. Glorificamos a Dios en la oración y recocemos su gloria en la medida
en que más nos parezcamos a Él por el amor. Amando somos capaces de ver la realidad y Dios mismo con un
corazón nuevo. Somos capaces de penetrar su intimidad trinitaria, somos capaces
de amar como nunca habíamos amado y de percibir su amor en un modo experiencial
que llega a ser inefable.
La Navidad para el cristiano es...
El período de Navidad debe ser para el
cristiano un período de serena contemplación, de ejercicio de adoración, de
glorificación del Dios Padre, del Hijo, del Dios Espíritu Santo.
Será difícil buscar la paz verdadera si no
tenemos el amor de Dios en el corazón, si no lo hemos contemplado, si no somos
capaces de “pesar” la realidad con la balanza de Dios que es Amor.
Justamente los ángeles proclaman “la gloria de Dios” en el momento del nacimiento de Jesús porque en los llantos del Niño de Belén se manifiesta en modo maravilloso, sorprendente y misterioso el amor infinito de un Dios Amor que se hace Samaritano de la Humanidad doliente. “A quien nos ha amado así, ¿cómo no amarlo?”, dice el canto de “Adeste fideles”.
Hagamos de la oración un ejercicio de
glorificación de Dios y para ello pidamos que el Señor nos revele el secreto
del amor, para que podamos amar en un modo semejante a como Él nos ha amado.
Esto será posible con el compromiso de nuestra libertad, pero sobre todo con la
ayuda de la gracia.
Cada vez que contemplamos la gloria de Dios
en la oración, Jesús nace en nuestra alma
trayendo a ella el don del amor.
Por: P. Pedro Barrajón, L.C.