En el último evento antes del cierre del Año Santo de la Misericordia
El papa Francisco presidió este domingo
en la basílica de San Pedro, la misa del Jubileo de las personas socialmente
excluidas, en el último evento antes del cierre del Año Santo de la
Misericordia que será el próximo domingo.
El santo Padre destacó dos puntos en su
homilía, que los pobres y excluidos nos ayudan a sintonizar con Dios, que ve a
las personas y no se queda en las apariencias; y del peligro de fingir que no
nos damos cuenta del Lázaro que es excluido y rechazado; así como del descarte
de personas, inaceptable, porque el hombre es el bien más precioso a los ojos
de Dios.
Comentando el Evangelio del día que habla
del fin del mundo, también advirtió de los profetas de desventuras, y de sus
representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los
castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Cuando es necesario que
“miremos con confianza al Dios de la misericordia”.
A continuación el Texto de la homilía
«Os
iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3, 20). Las
palabras del profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura,
iluminan la celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última
página del último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos
que confían en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su
esperanza en él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a
vivir sólo para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí
mismos pero ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los
pobres en el espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt
5, 3), y Dios, por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal»
(Ml 3, 17).
El profeta los contrapone a los
arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia
y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del Antiguo
Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado último de
la vida: ¿En dónde pongo yo mi seguridad? ¿En el Señor o en otras seguridades
que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia dónde está
orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas que pasan y
no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el
pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y
más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca
del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21, 5). La
gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice:
«Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra»
(v. 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el
cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa
inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y
las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano
caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente
inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y
cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (v. 7). Cuando y cuál…
Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero
esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos
engañar por los predicadores apocalípticos.
El que sigue a Jesús no hace caso a los
profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones
y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí
importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir
lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir
la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los
que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo
ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e
injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y
pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra
cabeza perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa
propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido
de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se
presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos
recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay
cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz.
¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas
son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos
riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo
demás ―el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica― pasa;
pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando
hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas
inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la
cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas
que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los
ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para
preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al
hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se
convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es
vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios,
para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16, 7), sino
que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66, 2), en tantos pobres
Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro
que es excluido y rechazado (cf. Lc 16, 19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es
darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que
producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de
esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época:
cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más
aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que
nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del
mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado
a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en
la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de
todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de
no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona.
Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las
representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los
castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al
Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1 Co
13, 8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados,
la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una
alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo,
especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de
nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos
libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen,
de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la
seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la
humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico»
(Pablo VI, Discurso de apertura de la IIa Sesión del Concilio Vaticano II, 29
septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra
tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres.
A la luz de estas reflexiones, quisiera
que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición,
que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz
martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres,
a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor
nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a
nuestros verdaderos tesoros.
Fuente:
Zenit