Hacen falta hombres
capaces de un liderazgo moral y el seminario ofrece la formación adecuada para
ello (aunque no se conviertan en sacerdotes)
¿Quiénes deberían entrar en el seminario?
¿Únicamente los que estén 100% seguros de querer ser sacerdotes? ¿O tal vez
todos los hombres deberían “tantear el terreno” y pasar un año o dos en su
seminario local?
Los jóvenes que reflexionan sobre la
posibilidad de entrar en el seminario a menudo reciben la misma pregunta de
familiares y amigos: “¿Estás 100% seguro de que tu vocación es ser sacerdote?”.
Muchos jóvenes luchan con esta duda durante años y es probable que nunca
lleguen a estudiar en el seminario porque no están absolutamente seguros de si
Dios les llama a esta vocación.
Y es una pena, porque el seminario no debería ser considerado
como una “fábrica de sacerdotes” donde los jóvenes entran sin
ningún género de dudas o miedos y terminan convirtiéndose mágicamente en
sacerdotes al final de su estancia.
Es cierto que los hombres deben entran en
el seminario para hacerse sacerdotes, pero la
formación humana, intelectual y espiritual que reciben en el seminario les
beneficiará para cualquier vocación a la que Dios les llame.
De hecho, yo diría que la mayoría de los
jóvenes debería entrar en el seminario, en especial si comparamos la formación
que reciben ahí con el tipo de formación que reciben cuando asisten a una
universidad privada o secular.
Necesitamos más hombres capacitados para
un liderazgo espiritual y el seminario les puede ofrecer la formación necesaria
para ello, aunque
la mayoría de hombres no terminen siendo sacerdotes.
Digo todo esto como hombre que entró en
el seminario justo después del instituto, pero que ahora está casado y es padre
de cinco hijos. ¿Me arrepiento de los tres años que pasé en el seminario
dedicando todo ese tiempo a aprender a ser sacerdote cuando, de hecho, Dios me
llamaba a la vida en el matrimonio? En absoluto.
Cuando entré en el seminario, confiaba en
que un día podría celebrar misa ante el altar. Tenía muchas dudas y miedos,
pero entré igualmente, consciente de que si no lo hacía me arrepentiría el
resto de mi vida.
Sabía que debía “probarlo” por mí mismo,
a sabiendas de que Dios podría estar llamándome a algo totalmente diferente
(como de hecho fue).
Algunos podrán considerarme un fracaso, dejando la “fábrica de sacerdotes” sin
un alzacuellos, pero yo no lo veo así y considero que mis años en el seminario
fueron la preparación perfecta para convertirme en un líder espiritual fuerte
para mi familia.
Para ser sincero, si no hubiera ido al
seminario no sé qué estaría haciendo ahora. Lo más probable es que fuera ese
niño tímido y asustadizo que jugaba todo el día a la videoconsola y sin un
objetivo por el que luchar. Sin duda, nunca habría desarrollado un sistema
diario de oración ni iría a misa diariamente de forma regular.
Es sorprendente la forma en que un
seminario puede convertir a un muchacho en un hombre, darle las herramientas necesarias para
permanecer fuerte frente a cualquier desafío.
No obstante, admito que los seminarios no
han sido siempre refugios de santidad. Durante los tiempos turbulentos de los
70, 80 y 90, los hombres que entraban en los seminarios no recibían la misma
formación que hoy en día. Lo bueno es que el estado actual de los seminarios es
tremendamente alentador. Hay innumerables seminarios que crecen a pasos de
gigante y gran parte de su éxito se debe a la calidad de su formación.
En definitiva, recomendaría a cualquier
joven que se esté planteando su vocación al sacerdocio que dé un salto de fe y
entre en el seminario. Al entrar no “firmas un contrato” irrevocable para ser
sacerdote, sino que realizas un esfuerzo deliberado para discernir la llamada
de Dios en un entorno de oración y fraternidad.
Creo firmemente que el futuro de nuestra
cultura pasa necesariamente por que haya más hombres que se formen en el
seminario, no solo para ser sacerdotes santos, sino santos maridos, padres,
abogados, políticos, empresarios, etc.
Fuente: Aleteia