Un memorándum, el más accesible y concreto posible, de los principales
criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la
educación
Por lo mismo, para educar no son
suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos; es preciso también ejercer
la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que
nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.
La educación al margen de la autoridad, en
otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y
obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene
necesidad de autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una
señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso.
Incluso cuando juegan entre ellos, los
niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás,
todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos de los
otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no
obedecer cuando no tienen ganas.
Pero tratándose de los propios, es más
difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y
dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar
la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más
incómodos a los padres que al niño).
Por detrás de esta inseguridad, hay siempre
una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del
chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a
que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.
En definitiva, aunque no lo advirtamos ni
deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica,
anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores
prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los
propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad,
etc., no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el
propio ascendiente.
· Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun
cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la
imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y
exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a
entender lo que se les pide. Por eso, es importante que los padres, explicando
siempre los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer
o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni
permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.
Como consecuencia, un criterio básico en la
educación del hogar es que deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y
nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad
en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con
las nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que
están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de
nuestro propio yo!
A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin
saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, sólo por impulso, por las
ganas de estar tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se
compromete así la propia autoridad sin que sea necesario, abusando de ella… y se
desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer
se veía con buenos ojos.
Cualquier niño sano tiene necesidad de
movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua
e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella
madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a
ver que están haciendo… y prohíbeselo».
Por otro lado, la
convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes
impartidas posee una extraordinaria eficacia, y ayuda enormemente a calmar las
rabietas o a que no lleguen a producirse.
(Lo más opuesto a esto, como ya he
insinuado, es repetir veinte veces la misma orden —lávate los dientes, dúchate,
vete ya a dormir…— sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca un enorme
desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor
parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la
propia autoridad).
· Vale asimismo la pena estar atentos al
modo como se da una indicación. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el
volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono
amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones.
Demos las órdenes o, mejor, pidamos por
favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos.
Reservemos los mandatos estrictos para las
cosas muy importantes. Para las demás peticiones resultará preferible utilizar
una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay
alguno que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos para que
realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar
con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción
de tener contentos a sus padres.
A veces es necesario pedir al hijo un
esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable.
Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo
atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis:
«Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un
empeño especial para hacer el menos ruido posible…».
Quizá sea oportuno darle una ocupación, y
dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar
sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que
arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.
Firmeza, por tanto, para exigir la conducta
adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.
7) Saber regañar y castigar.
Los ánimos y las recompensas no son
normalmente suficientes para una sana educación. Un reproche o una punición,
dados de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos
injustificados, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la
dosificación de las reprimendas y de los castigos. La política del «dejar
hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.
También en la
educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser
obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)…
que no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el propio bien (no
esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Pero resultaría pedante, o incluso
neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y
castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos
por los padres.
Para que una reprensión sea educativa ha de
resultar clara, sucinta y no humillante. Hay por tanto que aprender a regañar
de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la
conversación. En efecto, no se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato
el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras
personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?).
Convendrá también elegir el lugar y el
momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya
pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor
eficacia.
Por otro lado, antes de decidirse a dar un
castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la
prohibición o del mandato.
Naturalmente, hay que evitar no solo que la
sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga
esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se
deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o
de la chica.
Cuando se reprenda es menester además huir
de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las
confrontaciones sólo engendran celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe
disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un
hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo,… incluso el dolor
de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento sea necesario.
Ningún temor, por tanto, a que una
corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A
veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!».
Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi
propósito molestarte ni hacerte padecer».
8) Formar la conciencia.
En nuestra sociedad, los niños resultan
bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales»
no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por
tanto de hacerlos dichosos.
La solución no es un régimen policial,
compuesto de controles y de castigos. Es menester que los hijos interioricen y
hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia, aprendiendo a
distinguir claramente lo bueno de lo malo.
Y para ello no
basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me
gusta!».
Se corre el riesgo de transformar la moral
en un conjunto de prohibiciones arbitrarias, carentes de fundamento. Por el
contrario, es muy importante «educar en positivo», como se suele afirmar; lo
cual equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud
alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que
esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus contrariedades, como una
gozosa aventura que vale la pena componer cada día.
En tales
circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el
niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.
Además, interesa hacer comprender lo
decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudar
a los hijos a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor
de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia,
etc., que los ha motivado. El denominado complejo de culpa, es decir, la
obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de
vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad
moral de nuestros actos. Por el contrario, como muestran también los
psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado. La clara
percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las
espaldas a Dios, provoca un remordimiento que activa y multiplica las fuerzas
para buscar de nuevo el amor que perdona.
Para formar la conciencia puede también ser
útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los
que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia
personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse
las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor
libertad y responsabilidad sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo,
de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el
porqué.
9) No malcriar a los niños.
Se malcría a un niño con desproporcionadas
o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus
antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del
interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones
familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones
inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un
temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí
misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en
un egoísta, capaz de servirse de los otros o de llevárselos por delante.
Por eso, frente a los caprichos de los
niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta,
sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al
mismo tiempo, firme. Y esto, incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en
evidencia» delante de otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir
siempre por delante del nuestro.
10) Educar la libertad.
En este ámbito, la tarea del educador es
doble: hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y
enseñarle a ejercerla correctamente.
Pero no resulta fácil entender a fondo lo
que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor. ¿Quién es
auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere
hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien
obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre»,
pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su
libertad.
Educar en la libertad significa por tanto
ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para
la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre
por amor.
Conceder con prudencia una creciente
libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experiencia
de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los
padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos,
hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en
cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán
movidos a engañar siempre».
En definitiva, igual que antes afirmaba que
el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse —pues en
el fondo es lo mismo— que equivale a ir haciendo progresivamente más libre e
independiente a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí
mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total
responsabilidad.
— …Y la clave de las claves.
11) Recurrir a la ayuda de Dios.
El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta
el momento estarían incompletas si no dejáramos constancia de este «último» y
fundamentalísimo precepto, que debe acompañar a todos y cada uno de los
precedentes.
Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer
surgir. El agente principal e insustituible es siempre el propio niño. De una
manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su
gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible
su perfeccionamiento.
Ningún hijo es «propiedad» de los padres;
se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios. Por tanto, y como
apuntaba, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza».
Nuestra tarea consiste en «desaparecer» en beneficio del ser querido,
poniéndonos plenamente a su servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a
cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.
Por consiguiente, el padre o la madre, los
demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores
de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este el
auténtico protagonista de tal mejora.
A los padres en concreto, en virtud del
sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan
importante tarea. Por todo ello es muy conveniente que, sobre todo pero no sólo
en momentos de especial dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y
que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los
resultados deseados o que el chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba
caminos que nos hacen sufrir.
Además, no debe olvidarse del gran servicio
gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el
cuidado de nuestros hijos. Y recordar también que la Virgen continúa desde el
cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión.
Enseñarles a tener todo esto en cuenta
puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto íntegro de la
educación, leguen los padres a sus hijos.
Tomás Melendo Granados
Fuente:
Zenit