El legado de Juan Pablo
II y Benedicto XVI para luchar contra la violencia que usa el nombre de Alá
El mundo cambió después del
11 de septiembre de 2001, tras los feroces atentados perpetrados en los
Estados Unidos por al-Qaeda, la organización terrorista que guiaba Osama Bin
Laden.
No porque no hubiera habido antes otras víctimas inocentes de masacres y atentados terroristas en muchas otras partes del mundo, sino porque esos cuatro ataques suicidas, que transformaron aviones de pasajeros en bombas asesinas y que cobraron las vidas de 3 mil personas, indicaron un salto de cualidad siniestro en el fundamentalismo de inspiración islamista, y porque golpeó directamente el corazón del Occidente.
No porque no hubiera habido antes otras víctimas inocentes de masacres y atentados terroristas en muchas otras partes del mundo, sino porque esos cuatro ataques suicidas, que transformaron aviones de pasajeros en bombas asesinas y que cobraron las vidas de 3 mil personas, indicaron un salto de cualidad siniestro en el fundamentalismo de inspiración islamista, y porque golpeó directamente el corazón del Occidente.
Claro, parece que durante
estos quince años no se ha hecho ninguna reflexión seria y verdadera sobre las
causas de este fenómeno.
Todavía no se ha hecho
ninguna seria auto-crítica sobre las formas de financiamiento oculto y sobre el tráfico
de armas, como tampoco sobre los resultados catastróficos de
ciertas políticas occidentales que apoyan y arman a grupos organizados por
rebeldes para derrocar a este o a aquel régimen y que luego acaban teniendo que
afrontar a los mismos que armaron y formaron.
Así sucedió con al-Qaeda y
está sucediendo con el EI y otros grupos de fundamentalistas islámicos
financiados por países que Europa y los Estados Unidos siguen considerando socios
y aliados, con evidentes desastres relacionados con la democracia: un valor que
hay que “exportar” y un pretexto para desencadenar guerras con consecuencias
dramáticas (como en los casos de Irak y Libia), pero al mismo tiempo representa
un valor más que “negociable” con los países considerados “aliados”.
Es interesante recordar cómo se comportaron san Juan Pablo II,
que vivió un cambio de época con la irrupción del terrorismo fundamentalista a
nivel planetario durante los últimos años de su vida, y su sucesor Benedicto
XVI frente a graves y terribles atentados de fundamentalistas islámicos.
Después de los atentados del
martes 11 de septiembre, el papa Wojtyla se presentó a la Audiencia general de
los miércoles en la Plaza San Pedro: “No puedo comenzar esta audiencia —dijo—
sin expresar profundo dolor por los ataques terroristas que ayer ensangrentaron
Estados Unidos, provocando miles de víctimas y muchísimos heridos.
Al presidente de los Estados
Unidos y a todos los ciudadanos expreso mi más viva condolencia. Frente a eventos de tan incalificable
horror no es posible no quedar profundamente turbados. Me uno a todos los que
en estas horas han expresado su indignada condena, reafirmando con vigor que
nunca las vías de la violencia conducen a verdaderas soluciones de los
problemas de la
humanidad”.
“Ayer fue un día oscuro en la
historia de la humanidad —continuó Juan Pablo II—, una terrible afrenta a la
dignidad del hombre. Al enterarme de la noticia, he seguido con intensa
participación la evolución de la situación, elevando al Señor mi firme
oración”.
“¿Cómo pueden verificarse episodios de tan
salvaje dureza? El corazón del hombre es un abismo del que surgen a veces planes de
inaudita ferocidad, capaces de sacudir en un instante la vida serena y
trabajadora de un pueblo”.
El Papa rezó por las víctimas
y expresó su cercanía a los familiares, implorando que no prevaleciera “la
espiral del odio y de la violencia”. No se refirió a la matriz islámica del
atentado.
Pocos días después, Wojtyla
viajó hacia Kazajistán, país de mayoría musulmana. Y el 23 de septiembre,
durante el Ángelus con el que concluyó la misa, lanzó “un ferviente llamado a
todos, cristianos y seguidores de otras religiones, para que cooperen en la
construcción de un mundo sin violencia, un mundo que ame la vida y crezca en la
justicia y la solidaridad. No
debemos permitir que lo que ha sucedido lleve a ahondar las divisiones. La
religión nunca debe ser utilizada como motivo de conflicto”.
E invitó “a cristianos y
musulmanes a orar intensamente al Dios único y todopoderoso, que nos creó a
todos, para que reine en el mundo el bien fundamental de la paz. Que las
personas de todos los lugares, fortalecidas por la sabiduría divina, trabajen
por una civilización del amor, en la que no haya espacio para el odio, la
discriminación y la violencia”.
En la homilía de la misa que
celebró en San Pedro el primero de enero de 2002, para la Jornada Mundial de la
Paz, Juan Pablo II renovó su llamado “apremiante a todos, creyentes y no
creyentes, para que el binomio “justicia y perdón” caracterice siempre las
relaciones entre las personas, entre los grupos sociales y entre los pueblos.
Este llamamiento se dirige, ante todo, a cuantos creen en Dios, en particular a
las tres grandes religiones que descienden de Abraham, judaísmo, cristianismo e
islam, llamadas a rechazar siempre con firmeza y decisión la violencia. Nadie,
por ningún motivo, puede matar en nombre de Dios, único y misericordioso. Dios
es vida y fuente de la vida. Creer
en él significa testimoniar su misericordia y su perdón, evitando
instrumentalizar su santo nombre”.
Pocos días después, al
recibir al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Papa Wojtyla dijo
que “ante la bárbara agresión y las masacres se
planteó no sólo la cuestión de la legítima defensa, sino también la de los
medios más adecuados para erradicar el terrorismo, la búsqueda de los
responsables de tales acciones, las medidas a tomar para emprender un proceso
de “saneamiento” para
vencer el miedo y evitar que un mal se añada a otro mal, la violencia a la
violencia”.
Y
nuevamente, el 24 de enero del mismo año, desde Asís, en donde convocó una
nueva y extraordinaria reunión de las religiones para rezar por la paz y contra
la violencia, el Pontífice polaco dijo: “Es necesario que las personas y las
comunidades religiosas manifiesten el más neto y radical rechazo de la
violencia, de toda violencia, desde la que pretende disfrazarse
de religiosidad, recurriendo incluso al nombre sacrosanto de Dios para ofender
al hombre. La ofensa al hombre es, en definitiva, ofensa a Dios. No existe
ninguna finalidad religiosa que pueda justificar la práctica de la violencia
del hombre contra el hombre”.
El 11 de marzo de 2004, en Madrid,
una serie de ataques terroristas en los trenes provocaron la muerte de 191
personas y más de 2000 heridos.
Juan Pablo II, cada vez más
enfermo y “prisionero” del Parkinson, dijo en el Ángelus del domingo 14 de
marzo: “Ante tanta barbarie, uno se queda profundamente turbado, y se pregunta
cómo puede la mente humana llegar a concebir delitos tan execrables. Al
reafirmar la absoluta condena de semejantes actos injustificables, expreso una
vez más mi participación en el dolor de los familiares de
las víctimas y mi cercanía en la oración a los heridos y a sus parientes”. Tampoco en este caso se refirió a la
matriz islámica de los atentados.
Después de la muerte del papa
Wojtyla, su sucesor Benedicto XVI se encontró durante los primeros meses de su
pontificado con una oleada de terror en Europa.
El 7 de julio de 2005, en Londres, una serie de
explosiones en el transporte público de la capital británica durante la hora
pico, provocaron 56 muertos y alrededor de 700 heridos.
Tres días después, durante el
Ángelus, Papa Ratzinger dijo: “Todos sentimos un profundo dolor por los atroces
atentados terroristas del jueves pasado en Londres. Oremos por las personas asesinadas, por
las heridas y por sus seres queridos. Pero oremos también por los que han
perpetrado los atentados. Que el Señor toque su corazón. A cuantos fomentan sentimientos de odio
y a cuantos llevan a cabo acciones terroristas tan repugnantes les digo: Dios ama la vida, que ha creado, no la
muerte. En nombre de Dios, ¡deténganse!”.
Había un nuevo Papa, pero una vez más, no hubo ninguna alusión a la
matriz islámica de los atentados.
Un
año después, como se recordará, Benedicto XVI volvió por segunda vez como Papa
a Alemania, a su Baviera natal.
En Regensburg, la universidad
en la que enseñaba antes de ser nombrado (a sus cincuenta años) arzobispo de
Múnich de Baviera, pronunció una lectio
magistralis.
Una cita muy dura sobre el
emperador Emanuel Paleólogo sobre Mahoma y la violencia, fuera de contexto, fue
instrumentalizada por algunas televisoras del mundo árabe y provocó fuertes
reacciones y manifestaciones.
Se olvidó con prisa que aquel
discurso representaba principalmente una crítica fuerte al Occidente: “En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la
cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella
son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo
consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de
la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea
sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es
incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”.
El 25 de septiembre de 2006,
pocos días de aquella lectio
magistralis, Benedicto XVI recibió en Castel Gandolfo a los
embajadores de los países de mayor musulmana y a los representantes de algunas
comunidades islámicas.
En aquella ocasión él mismo
ofreció una clave para interpretar el discurso de Regensburg.
Recordó lo que afirma el
Concilio Vaticano II, “que para la Iglesia católica constituye la carta magna
del diálogo islámico-cristiano: ‘La Iglesia mira también con aprecio a los
musulmanes, que adoran al único Dios vivo y subsistente,
misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los
hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse por entero, como se
sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica se refiere de buen grado’”.
Benedicto XVI explicó que “el
diálogo interreligioso e intercultural entre cristianos y musulmanes no puede
reducirse a una opción temporal. En efecto, es una necesidad vital, de la cual
depende en gran parte nuestro futuro”.
Y añadió: “En un mundo
caracterizado por el relativismo, y que con demasiada frecuencia excluye la
trascendencia de la universalidad de la razón, necesitamos con urgencia un
auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda
ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración
fecunda”.
“Queridos amigos —concluyó
Ratzinger—, estoy profundamente convencido de que, en la situación en que se
encuentra hoy el mundo, los cristianos y los musulmanes tienen el deber de
comprometerse para afrontar juntos los numerosos desafíos que se plantean a la
humanidad, especialmente en lo que concierne a la defensa y la promoción de la
dignidad del ser humano, así como a los derechos que de ella se derivan”.
Vatican Insider
Fuente: Aleteia