La
Eucaristía es el mayor don de Dios a los hombres
Dios es experto en hacernos
regalos Y lo hace constantemente. Él sabe todo acerca de nosotros, como lo
dice el Salmo 139, y está pendiente de cada detalle de nuestras vidas. Con su
amor y con su presencia nos fortalece, nos ayuda y nos consuela siempre.
En nuestra vida estos regalos se manifiestan como gracias espirituales (que no pueden verse a simple vista) y como regalos visibles. La Eucaristía es el mayor don de Dios a los hombres. Él mismo se nos da día tras día de forma (invisible) en un pedacito de pan y vino consagrados (visibles).
En nuestra vida estos regalos se manifiestan como gracias espirituales (que no pueden verse a simple vista) y como regalos visibles. La Eucaristía es el mayor don de Dios a los hombres. Él mismo se nos da día tras día de forma (invisible) en un pedacito de pan y vino consagrados (visibles).
Algunas veces podemos pecar
de soberbia al contemplar con ojos puramente humanos los actos más divinos,
presumiendo que detrás de cada celebración de la última cena no hay nada más de
lo que puede haber en cualquier mesa de familia un domingo al medio día. Pero
nos olvidamos de algo… Dios es humilde. Nos es más fácil asociar a
Dios con «superpoderes» que entenderlo desde su infinita humildad como una de
sus cualidades más hermosas, digna de ser imitada.
San Francisco de Sales (1567
– 1622), Doctor de la Iglesia, parece haber comprendido el verdadero
significado de la Eucaristía y nos lo ha querido dejar por escrito. ¡Gracias
San Francisco! Creo haber comprendido apenas un poco, tras este sencillo y
corto escrito, el enorme tesoro que por gracia de Dios has descubierto.
«Querida alma: la noche
anterior, comienza a prepararte para la Sagrada Comunión, con
muchas aspiraciones y deseos amorosos. Si durante la noche te despiertas, llena
en seguida tu corazón o tu boca de palabras de adoración, con las cuales tu
alma se perfuma para recibir a Jesús, quien mientras tú duermes, se prepara
para traerte mil gracias y favores, si tú estás en disposición de recibirlos.
Por la mañana, levántate
con gran alegría, por la felicidad que esperas, y una vez confesada, ve con
gran confianza, pero también con gran humildad, a recibir este pan celestial,
que te alimenta para la inmortalidad. Y, después que hayas dicho estas palabras:
“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…”, pasa a comulgar, abriendo
con suavidad la boca y levantando lo necesario la cabeza, para que el sacerdote
pueda ver lo que hace. Recibe, llena de fe, de esperanza y de caridad, a Aquel,
en el cual, por el cual y para el cual crees, esperas y amas.
Recibe lleno de fe, de esperanza y de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual crees, esperas y amas.
Imagínate que así como la
abeja, después de haber recogido de las flores el rocío del cielo y el néctar
más exquisito de la tierra y después de haberlo convertido en miel lo lleva a
su panal, de la misma manera, el sacerdote, después de haber tomado del altar
al Salvador del mundo, verdadero Hijo de Dios que, como rocío desciende
del cielo, y verdadero Hijo de la Virgen, que como una flor ha brotado de
la tierra de nuestra humanidad, lo pone, como manjar de suavidad, en tu boca y
en tu corazón.
Una vez lo hayas recibido,
mueve tu corazón a rendir homenaje a este Rey Salvador; habla con Él de tu vida
interior, contémplalo dentro de ti donde ha entrado para tu felicidad; en fin
hazle tan buena acogida como puedas y pórtate de manera que, en todos los
actos, se conozca que Dios está en ti. Pero, cuando no puedas tener el gozo de
comulgar realmente en la santa Misa, comulga, a lo menos, de corazón y en
espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a esta carne vivificadora del
Salvador.
Tu gran anhelo, en la
Comunión, ha de ser avanzar, robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya
que debes recibir por amor, al que solo por amor se da a ti.
No, el Salvador no puede
ser considerado en una acción ni más amorosa ni más tierna que ésta, en la cual
podemos afirmar que se anonada y convierte en manjar, para penetrar en nuestras
almas y unirse íntimamente al corazón y al cuerpo de sus fieles.
Mueve tu
corazón a rendir homenaje a este Rey Salvador; habla con Él de tu vida interior, contémplalo dentro de ti donde ha entrado para tu felicidad
Si el mundo te pregunta por
qué comulgas con tanta frecuencia, dile que lo haces para aprender a amar a
Dios, para purificarte de tus imperfecciones, para
consolarte en tus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades.
Dile que son dos las clases
de personas que han de comulgar con frecuencia: las perfectas, porque, estando
bien dispuestas, faltarían si no se acercasen al manantial y a la fuente de
perfección, y las imperfectas, precisamente para que puedan aspirar a ella;
Las fuertes, para no
enflaquecer, y las débiles, para robustecerse; las enfermas, para sanar, y las
que gozan de salud, para no caer enfermas; y tú, como imperfecta, débil y
enferma, tienes necesidad de unirte, con frecuencia con tu perfección, con tu
fuerza y con tu médico.
Dile que los que no están
muy atareados han de comulgar con frecuencia, porque tienen tiempo para ello y
que los que tienen mucho trabajo también porque lo necesitan, pues los que
trabajan mucho y andan cargados de penas han de tomar alimentos sólidos y
frecuentes.
Dile que recibes el
Santísimo Sacramento para aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo
que no se hace con frecuencia. Comulga a menudo, tanto cuanto puedas.
Y, créeme, las liebres de
nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no ven ni comen más
que nieve; y tú, a fuerza de adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza
misma, en este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa, toda buena y
toda pura».
Por: Allín Fesier