La mesa de los pecadores (I)
Yo gozaba por entonces de
una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi
felicidad. No me cabía en la cabeza que hubiese incrédulos que no tuviesen
fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando negaban la existencia del cielo,
de ese hermoso cielo donde el mismo Dios quería ser su eterna recompensa.
Durante los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo conocer por
experiencia que realmente hay almas que no tienen fe, y otras que, por abusar
de la gracia, pierden ese precioso tesoro, fuente de las única alegrías puras y
verdaderas.
Trataré, sin embargo, de explicarlo con una
comparación. Me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y
que nunca he contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y
transfigurada por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo
hablar de esas maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que
hay otro al que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por
un habitante del triste país donde me encuentro, sino que es una verdadera
realidad, porque el Rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir 33
años en el país de la tinieblas.
Las tinieblas, ¡ay!, no supieron
comprender que este Rey divino era la luz del mundo... Pero tu hija, Señor, ha
comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el
pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta
mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el
día que tú tienes señalado... ¿Y no podrá también decir en nombre de ellos, en
nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos
pecadores...?
¡Haz, Señor, que volvamos justificados...! Que todos los que no
viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar...
¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos
han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que
tengas a bien introducirme en tu reino luminoso... La única gracia que te pido
es la de no ofenderte jamás... Madre querida, esto que le estoy escribiendo no
tiene la menor ilación. Mi pequeña historia, que se parecía a un cuento de hadas,
se ha cambiado de pronto en oración.
Yo no sé qué interés pueda usted encontrar
en leer todos estos pensamientos confusos y mal expresados. De todas maneras,
Madre, no escribo para hacer una obra literaria, sino por obediencia. Si la
aburro, verá al menos que su hija ha dado pruebas de su buena voluntad. Voy,
pues, a continuar con mi comparación, sin desanimarme, desde el punto en
que la dejé. Decía que desde niña crecí con la convicción de que un día me iría
lejos de aquel país triste y tenebroso.
No sólo creía por lo que oía decir a
personas más sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma
sentía profundas aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que a
Cristóbal Colón su genio le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando
nadie había soñado aún con él, así yo sentía que un día otra tierra me habría
de servir de morada permanente. Pero de pronto, las nieblas que me rodean se
hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es
imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha
desaparecido...!
Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo
rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se
redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los
pecadores, me dicen burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria
aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador
de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean.
¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas,
sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada».
Fuente: Catholic.net