Poder de la oración y el sacrificio (I)
¡Cuánto me alegro ahora
de todas las renuncias que me impuse desde el comienzo de mi vida religiosa! Ahora
gozo ya del premio prometido a los que luchan valientemente. Siento que ya no
necesito negarme todos los consuelos del corazón, pues mi alma está afianzada
en el Unico a quien quería amar.
Veo feliz que, amándolo a él, el corazón se
ensancha y que puede dar un cariño incomparablemente mayor a los que ama que si
se encerrase en un amor egoísta e infructuoso.
Entonces me eché en los brazos de Dios como un niñito,
y, escondiendo mi rostro entre sus cabellos, le dije: Señor, yo soy demasiado
pequeña para dar de comer a tus hijas. Si tú quieres darle a cada una, por
medio de mí, lo que necesita, llena tú mi mano; y entonces, sin separarme de
tus brazos y sin volver siquiera la cabeza, yo entregaré tus tesoros al
alma que venga a pedirme su alimento. Si lo encuentra de su gusto, sabré que no
me lo debe a mí, sino a ti; si, por el contrario, se queja y encuentra amargo
lo que le ofrezco, no perderé la paz, intentaré convencerla de que ese alimento
viene de ti y me guardaré muy bien de buscarle otro.
Madre, desde que comprendí
que no podía hacer nada por mí misma, la tarea que usted me encomendó dejó de
parecerme difícil. Vi que la única cosa necesaria era unirme cada día más a
Jesús y que todo lo demás se me daría por añadidura. Y mi esperanza nunca ha
sido defraudada. Dios ha tenido a bien llenar mi manita cuantas veces ha sido
necesario para que yo pudiese alimentar el alma de mis hermanas.
Le confieso,
Madre querida, que si me hubiese apoyado lo más mínimo en mis propias fuerzas,
pronto le hubiera entregado las armas... De lejos, parece de color de rosa eso
de hacer bien a las almas, hacerlas amar más a Dios, en una palabra modelarlas
según los propios puntos de vista y los criterios personales. De cerca ocurre
todo lo contrario: el color rosa desaparece..., y una ve por experiencia que
hacer el bien es algo tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el
sol en plena noche... Se comprueba que hay que olvidarse por completo de los
propios gustos y de las ideas personales, y guiar a las almas por los caminos
que Jesús ha trazado para ellas, sin pretender hacerlas ir por el
nuestro.
Pero esto no es todavía lo más difícil. Lo que más me cuesta de todo
es tener que estar pendiente de las faltas y de las más ligeras imperfecciones
y declararles una guerra a muerte. Iba a decir: por desgracia para mí; pero no,
eso sería cobardía. Así que digo: por suerte para mis hermanas. Desde que me
puse en brazos de Jesús, soy como el vigía que observa al enemigo desde la
torre más alta de una fortaleza. Nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo misma
me sorprendo de ver tan claro, y me parece muy digno de excusas el profeta
Jonás por haber huido en vez de ir a anunciar la ruina de Nínive. Preferiría
mil veces ser reprendida que reprender yo a las demás.
Pero entiendo que es muy
necesario que eso me resulte doloroso, pues cuando obramos por impulso natural,
es imposible que el alma a quien queremos hacer ver sus faltas entienda sus
errores, ya que no ve más que una cosa: la hermana encargada de guiarme está
enfadada, y pago los platos rotos yo, que estoy llena de la mejor voluntad. Sé
muy bien que a tus corderitos les parezco severa. Si leyeran estas líneas,
dirían que no parece costarme lo más mínimo correr detrás de ellos, hablarles en
tono severo mostrándoles su hermoso vellón manchado, o bien traerles algún
ligero mechón de lana que han dejado prendido en los espinos del camino. Los
corderitos pueden decir lo que quieran.
En el fondo, saben que les amo con
verdadero amor y que yo nunca imitaré al mercenario, que, al ver venir al lobo,
abandona el rebaño y [23vº] huye. Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ellos.
Pero mi afecto es tan puro, que no deseo que lo sepan. Nunca, por la gracia de
Jesús, he tratado de granjearme sus corazones. Siempre he tenido muy claro que
mi misión consistía en llevarlos a Dios y en hacerles comprender que, aquí en
la tierra, usted, Madre, era el Jesús visible a quien deben amar y respetar.
Fuente: Catholic.net