El pincelito
Si el lienzo que pinta un
artista pudiera pensar y hablar, seguramente no se quejaría de que el pincel lo
toque y lo retoque sin cesar; ni tampoco envidiaría la suerte de ese
instrumento, pues sabría que la belleza que lo adorna no se la debe al pincel
sino al artista que lo maneja. El pincel, por su parte, no puede gloriarse de
haber hecho él la obra de arte.
Sabe que los artistas no se atan a un
instrumento, que se ríen de las dificultades, que a veces les gusta escoger
instrumentos débiles y defectuosos... Madre querida, yo soy un pincelito que
Jesús ha escogido para pintar su imagen en las almas que usted me ha confiado.
Madre querida, usted representa el precioso pincel que la mano de Jesús toma
con amor cuando quiere hacer un gran trabajo en el alma de sus hijas; y yo soy
el pequeñito del que luego quiere servirse para los detalles menores. La
primera vez que Jesús se sirvió de su pincelito fue hacia el 8 de diciembre de
1892. Siempre recordaré aquella época como un tiempo de gracias. Voy a
confiarle, Madre querida, aquellos dulces recuerdos. Cuando, a los 15 años,
tuve la dicha de entrar en el Carmelo, me encontré con una compañera de
noviciado que había ingresado unos meses antes.
Tenía ocho años más que yo;
pero su temperamento infantil borraba la diferencia de los años, así que pronto
usted, Madre, tuvo la alegría de ver que sus dos postulantes se entendían a las
mil maravillas y se hacían inseparables. En orden a propiciar aquel afecto
naciente, que le parecía que había de dar buenos frutos, nos permitió que
tuviéramos juntas, de vez en cuando, algunas charlas espirituales. Mi querida
compañera me encantaba por su inocencia y por su carácter abierto. Pero, por
otro lado, me extrañaba ver cuán distinto era el afecto que ella le tenía a
usted del que le tenía yo.
Había también, en su comportamiento con las
hermanas, muchas otras cosas que yo hubiera deseado que cambiase... Ya en
aquella época Dios me hizo [21rº] comprender que hay almas a las que su
misericordia no se cansa de esperar, a las que no concede su luz sino paso a
paso. Por eso, yo me cuidaba muy bien de adelantar su hora y esperaba
pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar. Reflexionando un día
sobre el permiso que usted nos había dado para hablar y así inflamarnos más en
el amor de nuestro Esposo, como dicen nuestras santas Constituciones, me di
cuenta con tristeza de que nuestras conversaciones no alcanzaban el fin
deseado.
Entonces Dios me dio a entender que había llegado el momento y que ya
no tenía por qué tener miedo a hablar, o que, de lo contrario, debería poner
fin a unas conversaciones que tanto se parecían a las de dos amigas del mundo
Aquel día era sábado. Al día siguiente, durante la acción de gracias, le pedí a
Dios que pusiera en mi boca palabras tiernas y convincentes, o, más bien, que
hablase él mismo por mi boca. Jesús escuchó mi oración y permitió que el
resultado colmase ampliamente mi esperanza, pues los que vuelvan su mirada
hacia él quedarán radiantes (Sal XXXIII) y la luz brillará en las tinieblas
para los rectos de corazón. Las primeras palabras se aplican a mí y las
segundas a mi compañera, que realmente tenía un corazón recto...
Cuando llegó
la hora en que habíamos quedado para encontrarnos, al poner los ojos en mí la pobre
hermanita se dio cuenta enseguida de que yo no era la misma. Se sentó a mi
lado, sonrojada, y yo, apoyando su cabeza en mi corazón, le dije, con llanto en la voz, todo lo que pensaba de ella, pero con palabras tan tiernas y
manifestándole tanto cariño, que pronto sus lágrimas se mezclaron con las mías.
Reconoció con gran humildad que todo lo que le decía era verdad, me prometió
comenzar una nueva vida y me pidió, como un favor, que le advirtiese siempre
sus faltas.
Al final, en el momento de separarnos, nuestro afecto se había
vuelto totalmente espiritual, no había ya en él nada de humano. Se hacía
realidad en nosotras aquel pasaje de la Sagrada Escritura: «Hermano ayudado por
su hermano es como una plaza fuerte». Lo que Jesús hizo con su pincelito se
hubiera borrado pronto si él, Madre, no hubiese echado mano de usted para
consumar su obra en aquella alma que él quería toda para sí. A mi pobre
compañera la prueba le pareció muy amarga, pero la firmeza que usted usó con
ella acabó por triunfar.
Y entonces fue cuando yo, tratando de consolarla, pude
explicarle a quien usted me había dado por hermana entre todas las demás en qué
consiste el verdadero amor. Le hice ver que era a sí misma a quien amaba, y no
a usted. Le conté cómo la amaba a usted yo, y los sacrificios que me había
visto obligada a hacer en los comienzos de mi vida religiosa para no
encariñarme con usted de manera puramente material, como el perro se encariña
con su dueño. El amor se alimenta de sacrificios; y de cuantas más satisfacciones
naturales se priva el alma, más fuerte y desinteresado se hace su cariño.
Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes tentaciones de entrar en su celda por mi satisfacción personal, por encontrar
algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante
de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían
a la cabeza un montón de permisos que pedir. En una palabra, encontraba mil
razones para dar gusto a mi naturaleza...
Fuente: Catholic.net