No nos desencaminemos
buscando la felicidad
En un desgarrador testimonio el Papa
Francisco relataba recientemente a un grupo de jóvenes la experiencia de una
niña refugiada que perdió la vida, ahogándose en el Mediterráneo, mientras
intentaba huir de la atormentada Siria.
Sosteniendo el salvavidas de la pequeña, de un intenso color anaranjado, que le había entregado un rescatista que intentó salvarla, el Santo Padre relató a los muchachos: «Él me trajo el salvavidas, y en medio de las lágrimas, me dijo: “Padre, no logré alcanzarla. Allí estaba la pequeña, entre las olas. Hice todo lo que pude, pero no logré salvarla”». Solamente quedó el salvavidas como elocuente testigo de la tragedia.
Sosteniendo el salvavidas de la pequeña, de un intenso color anaranjado, que le había entregado un rescatista que intentó salvarla, el Santo Padre relató a los muchachos: «Él me trajo el salvavidas, y en medio de las lágrimas, me dijo: “Padre, no logré alcanzarla. Allí estaba la pequeña, entre las olas. Hice todo lo que pude, pero no logré salvarla”». Solamente quedó el salvavidas como elocuente testigo de la tragedia.
El deseo del Papa no era desanimar a
aquellos jóvenes. Más bien aspiraba compartirles una realidad paradojal. «No los
quiero tristes (…) Ustedes son valerosos, y deben conocer la verdad: hay niños
y niñas, pequeños, hombres y mujeres en peligro mortal».
Surge la interrogante, quizá una de las
más punzantes para la religión, la filosofía y la moral: ¿Puede alcanzarse la felicidad en un
mundo agobiado por las rupturas? En el “Sermón de la Montaña”,
Jesucristo proclama una senda encaminada hacia la bienaventuranza, hacia la
felicidad, para todo hombre y mujer. Quizá por ello empieza su cuestionante
enseñanza exaltando a los pobres, a los humildes, a los que sufren, a los
perseguidos y a los hambrientos. Aquellos a los que una sociedad sosegada y
cómoda parece ignorar, mirando hacia el otro lado.
En aquella prédica el Señor Jesús alude a
la vocación más sublime del ser humano: el anhelo de felicidad. Pero lo hace
abandonando los caminos mundanos como el poder, la ambición, los bienes, la
indiferencia y el egoísmo. «Las Bienaventuranzas nos plantean una cuestión que
afecta directamente el concepto que tenemos de la felicidad», manifestaba el
autor Servais Pinckaers. «Ponen en tela de juicio la concepción de nuestra
vida». Nos confrontan con la realidad paradojal de la alegría y el dolor.
La felicidad compromete la esencialidad
de la vida. Por
ello, a través de la historia las religiones y filosofías se han propuesto,
desde sus luces y creencias, responder a las grandes interrogantes: ¿qué es la
felicidad y cómo alcanzarla? Quizá una de las definiciones más atinadas fue
propuesta por San Agustín de Hipona en su “Tratado sobre la Moral Cristiana”:
«Todos deseamos vivir felices (…) La vida es feliz cuando se posee y se ama lo
que es mejor para el hombre».
Contemporáneamente un grupo de pensadores
manifestaba que la felicidad era «una convergencia de diversos factores: un don
de las circunstancias familiares, una disposición que crece a lo largo del
tiempo, la decisión de vivir generosamente, un estado de armonía interior con
la intuición de que ésta nace de la decisión, tomada de por vida, de trascender
el propio yo».
El escritor inglés G. K. Chesterton
creía, correctamente, que las personas, a pesar de sus limitaciones, estaban
convocadas a la felicidad: «Los hombres se han visto obligados a contentarse
con pequeñas cosas, amargados siempre con las mayores. ¡Sin embargo, esta condición
no es natural en el hombre! La persona es más humana, más semejante a sí misma,
cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial, la pena. La
melancolía debiera ser un entreacto inocente, un tierno y fugitivo rapto del
ánimo. Las alabanzas de la vida, en cambio, debieran ser el pulso constante de
nuestras almas. El pesimismo debe ser como una tarde de fiesta emocional, y la
alegría, como la labor tumultuosa por quien se alienta todo».
Es frecuente que las personas se
desencaminen buscando la felicidad. Conocedor de las interioridades humanas, y autor, quizá, de
la primera reflexión autobiográfica espiritual, las “Confesiones”, San Agustín
destaca que el mayor tropiezo en la senda hacia la felicidad es el amor de lo
pernicioso. Cuando se desea algo inconseguible, nocivo, se vive en un tormento.
Obteniendo lo que no es deseable, acontece el engaño, la enfermedad espiritual
y moral, y el distanciamiento de la virtud y de la paz.
Cotidianamente nos chocamos con actos que
podrían generarnos un profundo escepticismo frente a la capacidad humana de
alcanzar la felicidad. Oteando nuestro joven siglo XXI cuesta creer que
podríamos alcanzarla. Basta revisar diariamente los medios noticiosos. Ellos
nos tienen acostumbrados a una selección de injusticias y crueldades. En el
mejor de los casos, a una cultura de la distracción. Reseñando un libro que
estudiaba las atrocidades cometidas en nombre de ideologías deshumanizadas, así
como la violencia que reaparece en los conflictos étnicos, religiosos y
culturales, un pensador norteamericano lanzó la siguiente interrogante:
«¿Podemos aceptar que son los “mejores” tiempos para las peores personas?».
Es exacto hablar de un mundo en crisis,
una civilización mercantil, hedonista y materialista, que intenta ofrecerse
como portadora del futuro.
La mayor nostalgia es de aquello que se
conoce apenas. Con la felicidad ocurre que, una vez avizorada, se la desea
intensamente. El célebre poeta Paul Claudel escribió, recién recibido en la
Iglesia católica: «Decidle a todos que su única obligación es la alegría». Claudel
comprendía que toda persona vive una profunda paradoja: la vocación a la
alegría. Pero, constantemente, uno se halla descontento, al punto de responder,
posiblemente de primera impresión, a la interrogante crucial del Señor Jesús a
los primeros discípulos: «¿Qué buscáis?» (Jn 1, 38), ¡confort! ¡seguridad!
¡bienes! Ninguna de estas cosas es deleznable. El problema surge cuando estas
posesiones se absolutizan como fines antes que medios. La persona vive en el
tedio existencial porque suele confundir lo que es la felicidad, ambicionando
sus reducciones alienadas: el placer, el tener y el poder.
El Beato Pablo VI describió una realidad
sumamente actual: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones
de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría
tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene y la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la
aflicción, y la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos.
Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente
despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales
logran evitar».
Un profundo estudio sobre la felicidad y
la fe cristiana, preparado por la Santa Sede, denunciaba las “contra
bienaventuranzas modernas”:
«Son muy evidentes. Su mensaje está presente en todas partes. Son felices los
que tienen dinero ya que pueden adquirir todo cuanto desean. Son felices los
fuertes, que tendrán la mejor parte. Son felices los que causan una buena
impresión, porque serán admirados por todos».
Durante la mayor parte del siglo XX la
felicidad fue abordada con escepticismo. Era considerada, a lo sumo, como una
negación y una evasión de la realidad. Por lo general y con la mejor intención,
la psicología y la psiquiatría se entregaron a sanar las mentes enfermas antes
que mejorar las sanas. Pero, parece que ocurrió un cambio cuando un número
creciente de facultativos intentaron «despojar a la felicidad de sus misterios».
Ellos estaban convencidos de que «la felicidad podía ser aprendida y cultivada».
Pero aquellas formas de felicidad “recién
redescubiertas” se estrellan contra el sufrimiento, “el interrogante de los
interrogantes”, como lo llama el ensayista André Frossard. Estas “felicidades”
se muestran insuficientes, por ejemplo, para explicar el dolor de los
inocentes. El sufrimiento se les hace incómodo, negando su valor como opuesto a
la felicidad. Como añade Frossard, tal actitud es una indignidad. ¿Acaso el
Señor Jesús no sufrió y nos dijo que debíamos pasar por eso “para entrar en su
gloria”?
El sufrimiento que tanto incomoda a la
cultura moderna «no espera que se lo llame, y no perdona a nadie. Llega cuando
menos se lo espera; se desliza hasta en la felicidad cuya precariedad nos hace
sentir».
El Señor evidenció la tensión entre la
esperanza y la desventura. Por ello fue signo de contradicción para la cultura
egoísta, materialista y hedonista, que se entremetía como un ideal de vida en
los tiempos de su peregrinaje en Palestina. Esta actitud mantiene su
“mordiente” en nuestra cultura. El Señor no vino a despojarnos de algo tan
humano como el sufrimiento y la tristeza, sino a enseñarnos las condiciones
para encararlas: fe, humildad, paciencia, esperanza, paz, renovación interior y
reconciliación.
Jesucristo debió enfrentar el problema
crucial del dolor y la congoja. A su manera los confrontó, primeramente,
explicándolo con parábolas: «Si el grano de trigo muere, da mucho fruto» (Jn
12, 24). Jesús comprendía plenamente la dimensión del sufrimiento humano. Sabía
que tenía que sufrir, pagando el precio de la pasión y la muerte en la cruz -el
más salvaje martirio infringido a una persona-, para obrar la redención. La
acción oblativa del Señor en el madero de la cruz «revela a la conciencia del
hombre un nuevo significado del sufrimiento».
Lo que nos pide Jesús es un acto de
confianza y generosidad. Uno de los pasajes más cuestionables del Evangelio es
el del “Joven Rico”, próspero también en buenas obras. Jesús le pide que
renuncie a sus seguridades y que aprenda a descentrarse de sí mismo. El reto de
confiar se hace demasiado difícil para este joven y el Señor se entristece (Mc
10, 20 y ss.).
Una de las perdurables lecciones de Jesús
fue su propio existir. Su vida fue un sacramento de reconciliación, un
sufrimiento transformador.
Nos lo recuerda el Papa Francisco cuando propone un camino concreto hacia la
felicidad. «Hacer el bien que yo pueda realizar (…) Salir al encuentro del otro,
con la mano tendida como signo de ayuda». También practicar el servicio,
«prontamente (…) Tanto el servicio como el encuentro requieren Salir de sí
mismos: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona»,
subrayó Francisco. «Si nosotros aprendiéramos esto, es decir el servicio, y a
salir al encuentro de los demás, cómo cambiaría el mundo».
Alfredo Garland Barrón
Artículo originalmente publicado por Centro de Estudios Católicos