Audiencia con León XIII
Seis días pasamos visitando
las principales maravillas de Roma, y el séptimo vi la mayor de todas: «León
XIII...» Deseaba que llegase aquel día, y al mismo tiempo lo temía. De él
dependía mi vocación, pues la respuesta que debía recibir de Monseñor no había
llegado y había sabido, Madre querida, por una carta tuya, que ya no estaba muy
bien dispuesto en mi favor. Así que mi única tabla de salvación era el permiso
del Santo Padre...
Pero para obtenerlo, había que pedirlo. Tenía que atreverme
a hablar «al Papa» delante de todo el mundo. Y simplemente el pensarlo me hacía
temblar. Sólo Dios sabe, y mi querida Celina, lo que sufrí antes de la
audiencia. Nunca olvidaré cómo me acompañó ella en todas mis pruebas; parecía
como si mi vocación fuese la suya. (Los sacerdotes de la peregrinación se
dieron cuenta de cómo nos queríamos.
Una noche estábamos en una reunión tan
numerosa, que faltaban sillas; entonces Celina me sentó sobre sus rodillas y
nos miramos con tanto cariño, que un sacerdote exclamó: «¡Cómo se quieren!
¡Esas dos hermanas serán siempre inseparables!» Sí, nos queríamos; pero nuestro
cariño era tan puro y tan fuerte, que el pensamiento de la separación no nos
inquietaba, pues sabíamos que nada en el mundo, ni siquiera el océano, podría
alejarnos una de otra...
Celina veía tranquila cómo mi barquilla se iba
acercando a la ribera del Carmelo y se resignaba a quedarse en el mar
tempestuoso del mundo todo el tiempo que Dios quisiera, segura de que un día
también ella llegaría a la ribera objeto de nuestros deseos...)
El domingo 20
de noviembre, vestidas según la etiqueta del Vaticano (es decir, de negro, y
con mantilla de encaje por tocado) y adornadas con una gran medalla de León
XIII que colgaba de una cinta azul y blanca, hicimos nuestra entrada en el
Vaticano, en la capilla del Sumo Pontífice. A las 8, nuestra emoción fue muy
profunda al verle entrar para celebrar la santa Misa... Tras bendecir a los
numerosos peregrinos congregados a su alrededor, subió las gradas del altar y
nos demostró con su piedad, digna del Vicario de Jesús, que era verdaderamente
«el Santo Padre». Cuando Jesús bajó a las manos de su Pontífice, mi corazón
latió con fuerza y mi oración se hizo ardiente. Sin embargo, la confianza
llenaba mi corazón.
El Evangelio de ese día contenía estas palabras: «No temas,
pequeño rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros su reino». No, no temía.
Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No pensaba entonces en
aquellas otras palabras de Jesús: «Yo os transmito el reino como me lo
transmitió mi Padre a mí». Es decir, te reservo cruces y tribulaciones; así te
harás digna de poseer ese reino por el que suspiras. Si fue necesario que
Cristo sufriera, para entrar así en su gloria, si tú quieres tener un sitio a
su lado, ¡tendrás que beber el cáliz que él mismo bebió...! Ese cáliz me lo
presentó el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a mezclarse con la amarga bebida
que se me ofrecía.
Después de la misa de acción de gracias que siguió a la de
Su Santidad, comenzó la audiencia. León XIII estaba sentado en un gran sillón.
Vestía simplemente una sotana blanca y una muceta del mismo color, y en
la cabeza no llevaba más que un pequeño solideo. A su lado estaban, de pie, varios
cardenales, arzobispos y obispos, pero yo sólo los vi globalmente, pues mi
atención estaba centrada en el Santo Padre. Ibamos desfilando procesionalmente
ante él. Cada peregrino, cuando le llegaba su turno, se arrodillaba, besaba el
pie y la mano de León XIII, recibía su bendición y dos guardias nobles le
tocaban, por ceremonia, indicándole así que debía levantarse (al peregrino,
pues me explico tan mal, que podría entenderse que era al Papa).
Antes de
entrar en el salón pontificio, yo estaba completamente decidida a hablar; pero
sentí que mi valor flaqueaba cuando vi a la derecha del Santo Padre ¡al «Señor
Révérony...! Casi en aquel mismo instante nos dijeron de su parte que prohibía
hablar a León XIII, pues la audiencia se estaba prolongando demasiado... Yo me
volví hacia mi Celina querida para conocer su opinión. «¡Habla!», me dijo. Un
momento después estaba yo a los pies del Santo Padre. Después de besarle la
sandalia, me presentó la mano; pero en lugar de besársela, junté las mías y
elevando hacia su rostro mis ojos bañados en lágrimas, exclamé: «¡Santísimo
Padre, tengo que pediros una gracia muy grande...!»
Entonces el Sumo Pontífice
inclinó hacia mí su cabeza, de manera que mi rostro casi tocaba el suyo, y vi
sus ojos negros y profundos que se fijaban en mí y parecían querer penetrarme
hasta el fondo del alma. «¡Santísimo Padre, en honor de vuestras bodas de oro,
permitidme entrar en el Carmelo a los 15 años...!» Sin duda, la emoción hacía
temblar mi voz. Por lo que el Santo Padre, volviéndose hacia el Sr. Révérony,
que me miraba asombrado y disgustado, le dijo: «No comprendo bien». Si Dios lo
hubiera permitido, le habría sido fácil al Sr. Révérony alcanzarme lo que
deseaba, pero Dios quería darme cruz, y no consuelo.
«Santísimo Padre
(respondió el Vicario General), se trata de una niña que desea entrar en el
Carmelo a los 15 años; pero los superiores están en estos momentos estudiando
la cuestión». «Bueno, hija mía, respondió el Santo Padre mirándome
bondadosamente, haz lo que te digan los superiores»: Entonces, apoyando mis
manos [63vº] en sus rodillas, hice un último intento y le dije con voz
suplicante: «¡Sí, Santísimo Padre! Pero si usted dijese que sí, todo el mundo
estaría de acuerdo». Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando
cada sílaba: «Vamos... vamos... Entrarás si Dios lo quiere...» (Y su acento
tenía un no sé qué de tan penetrante y convincente, que aún me parece estar
oyéndole).
Animada por la bondad del Santo Padre, quise seguir hablando, pero
los dos guardias nobles me tocaron cortésmente, para que me levantase; y viendo
que con eso no bastaba, me cogieron por los brazos y el Sr. Révérony les ayudó
a levantarme, pues seguía con las manos juntas apoyadas en las rodillas del
Santo Padre, y tuvieron que arrancarme de sus pies a viva fuerza... Mientras me
quitaban de en medio de esa manera, el Santo Padre acercó su mano a mis labios
y después la levantó para bendecirme. Entonces los ojos se me llenaron de
lágrimas, y el Sr. Révérony pudo contemplar al menos tantos diamantes como
había visto en Bayeux...
Los dos guardias nobles me llevaron en volandas, por
así decirlo, hasta la puerta, donde un tercero me dio un medalla de León XIII.
Celina, que iba detrás de mí, acababa de ser testigo de la escena que acababa
de ocurrir. Casi tan emocionada como yo, tuvo no obstante valor para pedir al
Santo Padre una bendición para el Carmelo. El Sr. Révérony, con voz,
malhumorada, respondió: «El Carmelo ya está bendecido». Y el Santo Padre
contestó con ternura: «Sí, sí, ¡ya está bendecido!» Papá se había acercado a
los pies de León XIII antes que nosotras (con los caballeros). El Sr. Révérony
había estado con él encantador, presentándolo como el padre de dos carmelitas.
El Santo Padre, como muestra de especial benevolencia, posó su mano sobre la cabeza
venerable de mi querido rey, como marcándole con un sello misterioso en nombre
de Aquel de quien era verdadero representante... Ahora que este padre de cuatro
carmelitas está en el cielo, ya no es la mano del Pontífice la que reposa sobre
su frente, profetizándole el martirio... Es la mano del Esposo de las Vírgenes,
la del Rey de la gloria, la que hace resplandecer la cabeza de su fiel
servidor. ¡Y ya nunca esa mano adorada dejará de apoyarse en la frente que ella
misma ha glorificado...!
Mi papá querido se llevó un disgusto muy grande
cuando, al salir de la audiencia, me encontró deshecha en lágrimas, e hizo todo
lo posible por consolarme; pero en vano... En el fondo del corazón yo sentía
una gran paz, puesto que había hecho absolutamente todo lo que estaba en mis
manos para responder a lo que Dios pedía de mí. Pero esa paz estaba en el
fondo, mientras la amargura inundaba mi alma, pues Jesús callaba. Parecía estar
ausente, nada me revelaba su presencia... Tampoco aquel día el sol se atrevió a
brillar, y el hermoso cielo de Italia, cargado de oscuros nubarrones, no cesó
de llorar conmigo... Todo había terminado.
El viaje no tenía ya el menor
atractivo para mí, pues su objetivo había fracasado. Sin embargo, las últimas
palabras del Santo Padre deberían haberme consolado: ¿no eran, en realidad, una
verdadera profecía? A pesar de todos los obstáculos, se realizó lo que Dios
quiso. No permitió a las criaturas hacer lo que ellas querían, sino lo que
quería él... Desde hacía algún tiempo, me había ofrecido al Niño Jesús para ser
su juguetito. Le había dicho que no me tratase como a uno de esos juguetes
caros que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlos, sino como
a una pelotita sin valor que pudiera tirar al suelo, o golpear con el pie, o agujerear,
o dejarla en un rincón, o bien, si le apetecía, estrecharla contra su corazón.
En una palabra, quería divertir al Niño Jesús, agradarle, entregarme a sus
caprichos infantiles... Y él había escuchado mi oración... En Roma Jesús
agujereó su juguetito. Quería ver lo que había dentro. Y luego, una vez que lo
vio, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer su pelotita y se quedó
dormido... ¿Y qué hizo mientras dormía dulcemente, y qué fue de la pelotita
abandonada...? Jesús soñó que seguía divirtiéndose con su juguete, tirándolo y
cogiéndolo una y otra vez; y luego, que, después de haberlo echado a rodar muy
lejos, lo estrechaba contra su corazón sin dejarlo alejarse ya nunca más de su
manita... Imagínate, Madre querida, lo triste que se sentiría la pelotita al
verse tirada por el suelo...
Sin embargo, no dejé de esperar contra toda
esperanza. Unos días después de la audiencia con el Santo Padre, papá fue a
visitar al hermano Simeón, y encontró allí al Sr. Révérony, que se mostró muy
amable. Papá le reprochó jovialmente que no me hubiese ayudado en mi difícil
empresa, y luego le contó la historia de su reina al hermano Simeón. El
venerable anciano escuchó su relato con gran interés, tomó incluso algunas
notas y dijo emocionado: «¡Estas cosas no se ven en Italia!» Creo que aquella
entrevista causó muy buena impresión al Sr. Révérony, que a partir de entonces
no dejó de darme muestras de que por fin estaba convencido de mi vocación.
Fuente: Catholic.net