Enfermedad de papá
Como acabo de decir, la
jornada del 10 de enero fue el triunfo de mi rey. Yo la comparo a la entrada de
Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos. Su gloria de un día, como la de nuestro
divino Maestro, fue seguida de una pasión dolorosa, y esa pasión no fue sólo
para él.
Así como los dolores de Jesús atravesaron como una espada el corazón
de su divina Madre, así también se desgarraron nuestros corazones ante los
sufrimientos de aquel a quien más tiernamente amábamos en la tierra...
Recuerdo
que en el mes de junio de 1888, cuando empezaron nuestras primeras angustias,
yo decía: «Sufro mucho, pero creo que puedo soportar todavía mayores
sufrimientos».
Algún día, en
el cielo, nos gustará hablar de nuestras gloriosas tribulaciones, ¿no nos
alegramos ya ahora de haberlas sufrido...? Sí, los tres años del martirio de
papá me parecen los más preciosos, los más fructíferos de toda nuestra vida. No
los cambiaría por todos los éxtasis y revelaciones de los santos. Mi corazón
rebosa de gratitud al pensar en ese tesoro que debe de despertar una santa
envidia en los ángeles de la corte celestial... Mi deseo de sufrir se vio
colmado. No obstante, mi amor al sufrimiento no decreció, por lo que pronto mi
alma participó también en los sufrimientos de mi corazón.
La sequedad se
hizo mi pan de cada día. Mas aunque estaba privada de todo consuelo, era la más
feliz de las criaturas, pues veía cumplidos todos mis deseos... ¡Madre mía
querida, qué hermosa ha sido nuestra gran tribulación, ya que de todos nuestros
corazones no brotaron más que suspiros de amor y de gratitud...! No era ya
caminar por los senderos de la perfección: ¡volábamos las cinco! Las dos pobres
desterraditas de Caen, aunque estaban en el mundo, no eran ya del mundo... ¡Y
qué maravillas operó el dolor en el alma de mi Celina querida...! Todas las
cartas que escribió en esas fechas están impregnadas de resignación y de
amor... ¿Y quién será capaz de describir las conversaciones que teníamos juntas
en el locutorio...? Las rejas del Carmelo, lejos de separarnos, unían todavía
más estrechamente nuestras almas. Teníamos las dos los mismos pensamientos, los
mismos deseos, el mismo amor a Jesús y a las almas...
Cuando hablaban Celina y
Teresa, ni una sola palabra de las cosas de la tierra se mezclaba nunca en sus
conversaciones, que eran ya totalmente del cielo. Como tiempo atrás en el
mirador, soñaban con las realidades eternas. Y para poder gozar cuanto antes de
esa dicha sin fin, elegían aquí en la tierra por único lote «el sufrimiento y
el desprecio». Así transcurrió el tiempo de mis esponsales..., ¡que se le hizo
muy largo a la pobre Teresita! Al terminar mi año de noviciado, nuestra Madre
me dijo que ni soñara en pedir la profesión, pues con toda seguridad el
superior rechazaría mi petición. Tuve que esperar ocho meses más...
En un
primer momento se me hizo muy difícil aceptar ese gran sacrificio; pero pronto
se hizo la luz en mi alma. Estaba meditando, aquellos días, los «Fundamentos de
la vida espiritual» del P. Surin. Un día, durante la oración, comprendí que mi
deseo tan intenso de hacer la profesión iba mezclado con un gran amor propio.
Si me había entregado a Jesús para agradarle y consolarle, no debía
obligarle a hacer mi voluntad en lugar de la suya. Comprendí también que una
prometida debería estar engalanada para el día de sus bodas, y que yo no había
hecho nada para ello...
Y entonces le dije a Jesús: «Dios mío, no te pido
pronunciar los santos votos, esperaré todo el tiempo que quieras. Lo único que
deseo es que mi unión contigo no se vea diferida por mi culpa. Por eso, voy a
poner todo mi empeño en prepararme un hermoso vestido recamado de piedras
preciosas. Cuando tú creas que ya está lo suficientemente rico y adornado,
estoy segura de que ni todas las criaturas juntas podrán impedirte bajar hasta
mí para unirme a ti para siempre, Amado mío...»
Fuente: Catholic.net
