La Santa Faz
La florecita
trasplantada a la montaña del Carmelo tenía que abrirse a la sombra de la cruz;
las lágrimas y la sangre de Jesús fueron su rocío, y su Faz adorable velada por
el llanto fue su sol... Hasta entonces todavía no había yo sondeado la
profundidad de los tesoros escondidos en la Santa Faz.
Fuiste tú, Madre
querida, quien me enseñó a conocerlos. Lo mismo que, hacía años, nos habías
precedido a las demás en el Carmelo, así también fuiste tú la primera en
penetrar los misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro Esposo.
Entonces
tú me llamaste, y comprendí... Comprendí en qué consistía la verdadera gloria.
Aquel cuyo reino no es de este mundo me hizo ver que la verdadera sabiduría
consiste en «querer ser ignorada y tenida en nada», en «cifrar la propia
alegría en el desprecio de sí mismo».
Sí, yo quería que «mi rostro», como el de
Jesús, «estuviera verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me
reconociese».
Tenía sed de sufrir y de ser olvidada... ¡Qué misericordioso es
el camino por donde me ha llevado siempre Dios! Nunca me ha hecho desear algo
que luego no me haya concedido. Por eso, su cáliz amargo siempre me ha parecido
delicioso... Pasadas las fiestas radiantes del mes de mayo -las fiestas de la
profesión y de la toma de velo de nuestra querida María, la mayor de la
familia, a quien la más pequeña tuvo la dicha de coronar el día de sus bodas-,
tenía que visitarnos la tribulación... Ya el año anterior, en el mes de mayo, papá
había sufrido un ataque de parálisis en las piernas, y la cosa nos preocupó
mucho.
Pero la fuerte constitución de mi querido rey hizo que se recuperara
pronto, y nuestros temores desaparecieron. Sin embargo, durante el viaje a
Roma, notamos más de una vez que se cansaba fácilmente y que no estaba tan
alegre como de costumbre... Lo que yo observé, sobre todo, fueron los progresos
que papá hacía en la perfección. A ejemplo de san Francisco de Sales, había
llegado a dominar su impulsividad natural hasta tal punto, que parecía tener el
temperamento más dulce del mundo... Las cosas de la tierra apenas parecían
rozarle, y se sobreponía fácilmente a las contrariedades de la vida. En una
palabra, Dios lo inundaba de consuelos.
Durante sus visitas diarias al Santísimo,
se le llenaban con frecuencia los ojos de lágrimas y su rostro reflejaba una
dicha celestial... Cuando Leonia salió de la Visitación, no se disgustó ni se
quejó a Dios porque no hubiera escuchado las oraciones que le había dirigido
para obtener la vocación de su querida hija. Hasta fue a buscarla con cierta
alegría... Y he aquí con qué fe aceptó papá la separación de su reinecita. Se
la anunció en estos términos a sus amigos de Alençon: «Queridísimos amigos:
¡Teresa, mi reinecita, entró ayer en el Carmelo...! Sólo Dios puede exigir tal
sacrificio... No me tengáis lástima, pues mi corazón rebosa de alegría.» Había
llegado la hora de que un servidor tan fiel recibiera el premio de sus
trabajos.
Y era justo que su salario fuera parecido al que Dios dio al Rey del
cielo, a su Hijo único... Papá acababa de hacer a Dios ofrenda de un altar, y
él fue la víctima escogida para ser inmolada en él con el Cordero sin mancha. Tú ya conoces, Madre querida, nuestras amarguras del mes de junio -y,
sobre todo, las del día 24- del año 1888. Esos recuerdos han quedado demasiado
grabados en el fondo de nuestros corazones para que haga falta escribirlos...
¡Cuánto sufrimos, Madre querida...! ¡Y aquello no era más que el principio de
nuestra tribulación...!
Fuente: Catholic.net
