SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS: "HISTORIA DE UN ALMA" (CAPÍTULO VII PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO 1888-1890)

La Santa Faz


La florecita trasplantada a la montaña del Carmelo tenía que abrirse a la sombra de la cruz; las lágrimas y la sangre de Jesús fueron su rocío, y su Faz adorable velada por el llanto fue su sol... Hasta entonces todavía no había yo sondeado la profundidad de los tesoros escondidos en la Santa Faz. 

Fuiste tú, Madre querida, quien me enseñó a conocerlos. Lo mismo que, hacía años, nos habías precedido a las demás en el Carmelo, así también fuiste tú la primera en penetrar los misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro Esposo. 

Entonces tú me llamaste, y comprendí... Comprendí en qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo me hizo ver que la verdadera sabiduría consiste en «querer ser ignorada y tenida en nada», en «cifrar la propia alegría en el desprecio de sí mismo». 

Sí, yo quería que «mi rostro», como el de Jesús, «estuviera verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me reconociese». 

Tenía sed de sufrir y de ser olvidada... ¡Qué misericordioso es el camino por donde me ha llevado siempre Dios! Nunca me ha hecho desear algo que luego no me haya concedido. Por eso, su cáliz amargo siempre me ha parecido delicioso... Pasadas las fiestas radiantes del mes de mayo -las fiestas de la profesión y de la toma de velo de nuestra querida María, la mayor de la familia, a quien la más pequeña tuvo la dicha de coronar el día de sus bodas-, tenía que visitarnos la tribulación... Ya el año anterior, en el mes de mayo, papá había sufrido un ataque de parálisis en las piernas, y la cosa nos preocupó mucho.

Pero la fuerte constitución de mi querido rey hizo que se recuperara pronto, y nuestros temores desaparecieron. Sin embargo, durante el viaje a Roma, notamos más de una vez que se cansaba fácilmente y que no estaba tan alegre como de costumbre... Lo que yo observé, sobre todo, fueron los progresos que papá hacía en la perfección. A ejemplo de san Francisco de Sales, había llegado a dominar su impulsividad natural hasta tal punto, que parecía tener el temperamento más dulce del mundo... Las cosas de la tierra apenas parecían rozarle, y se sobreponía fácilmente a las contrariedades de la vida. En una palabra, Dios lo inundaba de consuelos. 

Durante sus visitas diarias al Santísimo, se le llenaban con frecuencia los ojos de lágrimas y su rostro reflejaba una dicha celestial... Cuando Leonia salió de la Visitación, no se disgustó ni se quejó a Dios porque no hubiera escuchado las oraciones que le había dirigido para obtener la vocación de su querida hija. Hasta fue a buscarla con cierta alegría... Y he aquí con qué fe aceptó papá la separación de su reinecita. Se la anunció en estos términos a sus amigos de Alençon: «Queridísimos amigos: ¡Teresa, mi reinecita, entró ayer en el Carmelo...! Sólo Dios puede exigir tal sacrificio... No me tengáis lástima, pues mi corazón rebosa de alegría.» Había llegado la hora de que un servidor tan fiel recibiera el premio de sus trabajos. 

Y era justo que su salario fuera parecido al que Dios dio al Rey del cielo, a su Hijo único... Papá acababa de hacer a Dios ofrenda de un altar, y él fue la víctima escogida para ser inmolada en él con el Cordero sin mancha. Tú ya conoces, Madre querida, nuestras amarguras del mes de junio -y, sobre todo, las del día 24- del año 1888. Esos recuerdos han quedado demasiado grabados en el fondo de nuestros corazones para que haga falta escribirlos... ¡Cuánto sufrimos, Madre querida...! ¡Y aquello no era más que el principio de nuestra tribulación...!

Fuente: Catholic.net