¿Qué
"corazón mundano" tienes?
El titular de Christianity
Today resumía la historia de esta forma: “Ir a la iglesia no te
convierte en una buena persona, dice el papa Francisco”.
Citaba una homilía que el Papa dio en
marzo sobre la parábola del hombre rico y Lázaro. “Con el corazón mundano se
puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer tantas cosas”, dijo el
papa Francisco. “Con el corazón mundano no se puede entender la necesidad y la
necesidad de los demás”.
Se trata de un problema muy familiar para
mi muy mundano corazón. Francisco traza de forma convincente el declive de un
corazón religioso pero mundano, hasta llegar a un egoísmo fatal para el alma.
“Quizás era un hombre religioso, a modo
suyo”, decía el Papa sobre el rico Epulón. “Tal vez rezaba alguna oración y dos
o tres veces al año iba al templo para cumplir los sacrificios y daba grandes
ofrendas a los sacerdotes, y ellos, con esa pusilanimidad clerical, se lo
agradecían y le daban un puesto de honor para sentarse”.
Es un error fácil de cometer. Los seres
humanos estamos programados con el deseo de impresionar a los demás. Es una
lección que se aprende de los griegos (“El hombre es un animal político”) o de
neurocientíficos modernos como Michael Gazzaniga, que afirma que es imposible
comprender la conciencia humana separada de su interacción con los demás.
Existimos con y para los demás, no sólo
en y para nosotros. El objetivo de la vida espiritual es orientar ese espíritu
comunitario hacia afuera, imitar el don de entrega de Dios para los demás.
Caemos en el error de dirigir ese espíritu hacia nuestro interior y buscar la
aprobación y la alabanza del resto.
Segundo, olvidamos nuestras limitaciones.
Como resultado de este cambio fundamental
en el ego, el hombre rico perdió de vista su lugar en el mundo. “Los ojos de su
alma estaban oscurecidos para no ver” al hombre pobre en su puerta, explicó el
papa Francisco.
Como padre de nueve hijos, me he topado a
menudo con estos “ojos oscurecidos para no ver”.
Esta frase es la definición de la velada
mirada de una niña de nueve años cuando le describes cómo debería estar
realizando una tarea y te das cuenta de que “no está escuchando. Cree saber
exactamente lo que tiene que hacer. Y se equivoca”. También define los ojos de
un adolescente que te observa con la mirada perdida mientras le explicas una
lección útil para la vida (o una doctrina de la Iglesia) y puedes darte cuenta
de que el o la adolescente sabe
mucho mejor que tú (o que dos mil años de enseñanza de la Iglesia)
lo que hay que aprender en la vida.
A veces todos nos comportamos así con la
Iglesia. El sacerdote (o el Evangelio) nos repite una y otra vez que nuestra fe
debe centrarse en aliviar la pobreza (o alguno de los otros pecados que claman al cielo pero aun así toleramos). Sonreímos con
engreimiento y pensamos: “Esta tonta Iglesia. Si ya sabré yo mejor lo que tengo
que hacer”.
Tercero, empezamos a confiar en nosotros
mismos en vez de en Dios.
“Hay una maldición para el hombre que
confía en el mundo y una bendición para quien confía en el Señor. El alma del
hombre rico está desierta, es una tierra de salobridad donde nadie puede
vivir”, afirmó Francisco, a lo que añadió que los mundanos “están solos con su
egoísmo”.
Y de esta forma un feligrés puede
convertirse en un maldito antes que en un bendito; poco a poco cambiamos el
papel de Dios en nuestras vidas. Él pasa a ser el público para quien ejecutamos
actos religiosos, en vez de ser la fuente y el compañero de una vida de cumplir
su voluntad.
Nuestro objetivo cambia de agradarle a
querer impresionarle. Nuestro listón baja y se deleita al “sentirse santo” en
vez de al “someterse a la voluntad de Dios”.
Esta actitud puede coexistir con una misa
diaria y el rosario, con una Hora Santa semanal y con un sólido programa de
novenas sin llegar nunca a cambiar nuestro corazón. Pero a menudo, no dura
mucho tiempo. Pronto huimos aterrados de ese mundo y luego, llenos de
frustración, abandonamos todo el esfuerzo.
Siempre que intentamos de forma
simultánea agradar a nuestro orgullo y agradar a Dios, el orgullo asfixia
nuestra fe. Por eso es el pecado favorito del demonio.
¿Cómo contraatacar?
La respuesta del papa Francisco es
simple: “Tenemos un Padre que nos espera. Nos dice ‘hijo’, en medio de aquella
mundanidad. No somos huérfanos”.
Deberíamos dejar de intentar impresionar
a Dios y dedicarnos a admitir nuestra frustración y buscar su auxilio.
Dejemos de pensar que la oración es un
foco que centra la atención en nosotros, porque en realidad centra la atención
en Dios. Se trata de nosotros tratando de aprender de Él, no de que nosotros
actuemos para él.
Dejemos de pensar que Dios es un colega y
empecemos a considerarle como el maestro que es. Si estuviéramos recibiendo
clases de baloncesto de Kobe Bryant o de interpretación de Meryl Streep,
callaríamos y escucharíamos. Tratemos también así a la Iglesia.
Resumiendo, dejemos de pensar que
nuestros actos religiosos son espejos que reflejan nuestra persona; veámoslos
como ventanas para ver fuera de nosotros.
Fuente: Aleteia