Alumna en la Abadía
Tenía yo ocho años y medio
cuando Leonia salió del internado y yo ocupé su lugar en la Abadía. He oído
decir muchas veces que el tiempo pasado en el internado es el mejor y el más
feliz de la vida. Para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él fueron los
más tristes de toda mi vida. Si no hubiera tenido a mi lado a mi querida
Celina, no habría aguantado allí ni un mes sin caer enferma...
La pobre
florecita había sido acostumbrada a hundir sus frágiles raíces en una tierra
selecta, hecha expresamente para ella. Por eso se le hizo muy duro verse en
medio de flores de toda especie, que tenían a menudo raíces muy poco delicadas,
y obligada a encontrar en una tierra ordinaria la savia que necesitaba para
vivir...
Tú me habías educado tan bien, Madre querida, que cuando llegué al
internado era la más adelantada de las niñas de mi edad. Me pusieron en [22vº]
una clase en la que todas las alumnas eran mayores que yo. Una de ellas, de 13
a 14 años de edad, era poco inteligente, pero sabía imponerse a las alumnas, e
incluso a las profesoras. Al verme tan joven, casi siempre la primera de la
clase y querida por todas las religiosas, se ve que sintió envidia -muy
comprensible en una pensionista- y me hizo pagar de mil maneras mis pequeños
éxitos...
Dado mi natural tímido y delicado, no sabía defenderme, y me
contentaba con sufrir en silencio, sin quejarme ni siquiera a ti de lo que
sufría. Pero no tenía la suficiente virtud para sobreponerme a esas miserias de
la vida y mi pobre corazoncito sufría mucho... Gracias a Dios, todas las tardes
volvía al hogar paterno, y allí se expansionaba mi corazón. Saltaba al regazo
de mi rey, diciéndole las notas que me habían dado, y sus besos me hacían
olvidar todas las penas...
¡Con qué alegría anuncié el resultado de mi primera
composición (una composición sobre la Historia Sagrada)! Sólo me faltó un punto
para llegar al máximo, por no haber sabido el nombre del padre de Moisés. Era,
por lo tanto, la primera de la clase y traía un hermosa condecoración de plata.
Como premio, papá me regaló una preciosa monedita de veinte céntimos que eché
en un bote destinado a recibir casi todos los jueves una nueva moneda, siempre
del mismo valor... (De este bote sacaba yo dinero en determinadas fiestas
solemnes, cuando quería dar de mi bolsillo una limosna para la colecta de la
Propagación de la Fe u otras obras parecidas.)
Paulina, encantada con el
triunfo de su pequeña alumna, le regaló un [23rº] aro muy bonito, para animarla
a seguir siendo tan estudiosa. Buena necesidad tenía la pobre niña de estas
alegrías de la familia. Sin ellas, la vida del internado habría sido demasiado
dura para ella.
Fuente: Catholic.net
