Visión profética
¡Qué alegres eran aquellas
fiestas familiares...! ¡Y qué lejos estaba yo entonces, viendo a mi rey querido
tan radiante, de presagiar las tribulaciones que iban a visitarlo...! Un día,
sin embargo, Dios me mostró, en una visión verdaderamente extraordinaria, la
imagen viva de la prueba que él quería prepararnos de antemano, pues su cáliz
se estaba ya llenando.
Papá se encontraba de viaje desde hacía varios días, y
aún faltaban dos [20rº] para su regreso. Serían las dos o las tres de la tarde,
el sol brillaba con vivo resplandor y toda la naturaleza parecía estar de
fiesta.
Yo estaba sola, asomada a la ventana de una buhardilla que daba a la
huerta grande. Miraba al frente, con el alma ocupada en pensamientos risueños,
cuando vi delante del lavadero, que se encontraba justamente allí enfrente, a
un hombre vestido exactamente igual que papá, de la misma estatura y con la
misma forma de andar; sólo que estaba mucho más encorvado... Tenía la cabeza
cubierta con una especie de delantal de color indefinido, de suerte que no le
puede ver la cara. Llevaba un sombrero parecido a los de papá. Lo vi avanzar
con paso regular, bordeando mi jardincito...
De pronto un sentimiento de pavor
sobrenatural invadió mi alma; pero inmediatamente pensé que seguramente papá
había regresado y que se ocultaba para darme una sorpresa. Entonces le llamé a
gritos, con voz trémula de emoción: «¡Papá, papá...!» Pero el misterioso
personaje no pareció oírme y prosiguió su marcha regular sin siquiera volverse.
Siguiéndole con la mirada, le vi dirigirse hacia el bosquecillo que cortaba en
dos la avenida principal. Esperaba verlo reaparecer al otro lado de los grandes
árboles, ¡pero la visión profética se había desvanecido...! Todo esto no duró
más que un instante, pero se grabó tan profundamente en mi corazón, que aún
hoy, quince años después..., conservo tan vivo su recuerdo como si la visión
estuviese todavía delante de mis ojos... María estaba contigo, Madre mía, en
una habitación que tenía comunicación con aquella en la que yo me encontraba.
Y
al oírme llamar a papá, tuvo una sensación de pavor y pensó, según me dijo
después, que debía estar ocurriendo algo extraordinario. Disimulando su emoción
corrió junto a mí, preguntándome qué me pasaba para estar llamando a papá que
estaba en Alençon. [20vº] Entonces le conté lo que acababa de ver. Para
tranquilizarme, María me dijo que seguramente habría sido Victoria, que, para
meterme miedo, se había cubierto la cabeza con el delantal. Pero al
preguntarle, Victoria aseguró que ella no había salido de la cocina. Además, yo
estaba bien segura de haber visto a un hombre y de que ese hombre tenía todas
las trazas de papá.
Entonces fuimos las tres al otro lado del macizo de
árboles, y al no encontrar la menor huella de que alguien hubiese pasado por
allí, tú me dijiste que no pensara más en ello... Pero no pensar más en ello
era algo que no estaba en mi poder. Mi imaginación me representaba una y otra
vez la escena misteriosa que había visto... Muchas veces también intenté
levantar el velo que me ocultaba su significado, pues en el fondo del corazón
abrigaba la íntima convicción de que esta visión tenía un sentido que algún día
se me iba a revelar... Ese día se hizo esperar largo tiempo, pero catorce años
más tarde Dios mismo rasgó ese velo misterioso. Estábamos en licencia sor María
del Sagrado Corazón y yo, y hablábamos como siempre de cosas de la otra vida y
de nuestros recuerdos de la infancia. Yo le recordé la visión que había tenido
a la edad de seis a siete años, y de pronto, al contar los detalles de aquella
extraña escena, comprendimos las dos a la vez lo que significaba... Era a papá
a quien yo había visto, caminando encorvado por la edad...
Era él, llevando en
su rostro venerable y en su cabeza encanecida el signo de su prueba gloriosa...
Así como la Faz adorable de Jesús estuvo velada durante su Pasión, así tenía
que estar también velada la faz de su fiel servidor en los días de sus
sufrimientos, para que en la patria celestial pudiera resplandecer junto a su
Señor, el Verbo eterno... Y desde el seno de esa gloria inefable, nuestro
querido padre, que reina ya en el cielo, nos ha alcanzado la gracia de
comprender la visión [21rº] que su reinecita había tenido a una edad en la que
no era de temer que sufriera una ilusión.
Desde el seno de la gloria, nos ha
alcanzado el dulce consuelo de comprender que, diez años antes de nuestra gran
tribulación, Dios quiso mostrárnosla ya, como un padre hace vislumbrar a sus
hijos el porvenir glorioso que les tiene preparado y se complace en considerar
por adelantado las riquezas incalculables que constituirán su herencia... ¿Pero
por qué Dios me concedió precisamente a mí esta revelación? ¿Por qué mostró a
una niña tan pequeña algo que ella no podía comprender, algo que, de haberlo
comprendido, la hubiera hecho morir de dolor? ¿Por qué...? Es éste, sin duda,
uno de esos misterios que comprenderemos en el cielo ¡y que será para nosotras
causa de eterna admiración...! ¡Qué bueno es el Señor...!
El acompasa siempre
sus pruebas a las fuerzas que nos da. Como acabo de decir, yo nunca hubiera
podido soportar ni tan siquiera la idea de los amargos sufrimientos que me
reservaba el porvenir... Era incapaz hasta de pensar, sin estremecerme, que
papá pudiese morir... Una vez, estaba subido a lo alto de una escalera, y como
yo quedaba justamente debajo de él, me gritó: «Apártate, chiquitita, que si
caigo te voy a aplastar». Al oír eso, me sublevé interiormente, y, en vez de
apartarme, me pegué más a la escalera, pensando: «Por lo menos, si papá se cae,
no tendré el dolor de verle morir, pues yo moriré con él».
Me es imposible
decir lo mucho que quería a papa. Todo en él me causaba admiración. Cuando me
explicaba sus ideas (como si yo fuese ya una jovencita), yo le decía
ingenuamente que seguro que si decía [21vº] todas esas cosas a los hombres
importantes del gobierno, vendrían a buscarlo para hacerlo rey, y entonces
Francia sería feliz como no lo había sido nunca... Pero en el fondo me alegraba
(y me lo reprochaba a mí misma como si fuese un pensamiento egoísta) de que no
hubiese nadie más que yo que conociese bien a papá, pues sabía que si llegara a
ser rey de Francia, sería desdichado, porque ésta es la suerte de todos los
monarcas; y, sobre todo, ya no sería mi rey, ¡un rey sólo para mí...!
Fuente: Catholic.net