Primera comunión (I)
La época de mi primera
comunión ha quedado grabada en mi corazón como un recuerdo sin nubes. Creo que
no podía estar mejor preparada de lo que lo estuve, y mis sufrimientos del alma
desaparecieron durante casi un año. Jesús quería darme a gustar la alegría más
plena posible en este valle de lágrimas... ¿Recuerdas, Madre querida, el
precioso librito que me preparaste tres meses antes de mi primera comunión...?
Aquel librito me ayudó a preparar metódica y rápidamente mi corazón; pues si
bien es cierto que ya lo venía preparando desde hacía mucho tiempo, era
necesario darle un nuevo impulso, llenarlo de flores nuevas para que Jesús
pudiese descansar a gusto en él... Todos los días hacía un gran número de
prácticas, que eran otras tantas flores.
Decía también un número todavía mayor
de jaculatorias, que tú me habías escrito para cada día en el librito, y esos
actos de amor eran los capullos de las flores... Todas las semanas tú me
escribías una linda cartita, que me llenaba el alma de pensamientos profundos y
me ayudaba a practicar la virtud. Aquella carta era un consuelo para tu pobre
hijita, que hacía un sacrificio tan grande al aceptar que no fueras tú quien la
preparara cada tarde en tu regazo, como lo habías hecho con Celina.... María
reemplazó a Paulina.
Me sentaba en su regazo y allí escuchaba con avidez lo que
me decía. Creo que todo su corazón, tan grande y tan generoso, se volcaba en el
mío. Como los grandes guerreros enseñan a sus hijos el oficio de las armas, así
me hablaba ella de las luchas de la vida y de la palma que se entregará a los
vencedores... María me hablaba también de las riquezas inmortales que podemos
atesorar fácilmente cada día, y de la desgracia que sería pasar junto a ellas
sin querer tomarse la molestia de extender la mano para cogerlas. Luego me
enseñaba la forma de ser santa por la fidelidad en las cosas más pequeñas.
Me
dio la hojita «El renunciamiento», que yo meditaba con auténtico placer... ¡Y
qué elocuente que era mi querida madrina! Me hubiera gustado no ser yo la única
que escuchase sus profundas enseñanzas. Me llegaban tan a lo hondo, que, en mi
ingenuidad, pensaba que hasta los más grandes pecadores se habrían conmovido
como yo, y que, abandonando sus riquezas perecederas, sólo querrían ganar ya las del cielo... Hasta entonces, nadie me había enseñado todavía la
forma de hacer oración, a pesar de que tenía muchas ganas. Pero María pensaba
que era ya bastante piadosa, y no me dejaba hacer más que mis oraciones. Un
día, una de las profesoras de la Abadía me preguntó qué hacía los días libres
cuando estaba sola.
Yo le contesté que me metía en un espacio vacío que había
detrás de mi cama y que podía cerrar fácilmente con la cortina, y que allí
«pensaba». -¿Y en qué piensas?, me dijo. -Pienso, en Dios, en la vida..., en la
ETERNIDAD, bueno, pienso... La religiosa se rió mucho de mí. Más tarde, le
gustaba recordarme aquel tiempo en que yo pensaba, y me preguntaba si todavía
seguía pensando... Ahora comprendo que, sin saberlo, hacía oración y que ya Dios
me instruía en lo secreto. Los tres meses de preparación pasaron rápidamente, y
pronto tuve que entrar en ejercicios, y para ello hacerme pensionista interna y
dormir en la Abadía. Me resulta imposible expresar el dulce recuerdo que me
dejaron estos ejercicios. Verdaderamente, si había sufrido mucho en el
internado, la dicha inefable de aquellos pocos días pasados a la espera de
Jesús me compensó abundantemente... No creo que se puedan saborear estas
alegrías en otra parte que en las comunidades religiosas.
Como éramos pocas
niñas, era fácil ocuparse de cada una en particular, y nuestras profesoras nos
prodigaron en esos días unos cuidados verdaderamente maternales. De mí se
ocupaban aún más que de las otras. Todas las noches, la primera profesora venía
con su linternita a darme un beso en la cama y me demostraba un gran cariño.
Una noche, ganada por su bondad, le dije que iba a confiarle un secreto; y
sacando misteriosamente mi precioso librito de debajo de la almohada, se lo
enseñé con los ojos resplandecientes de alegría... Por la mañana, me resultaba
muy divertido ver a todas las alumnas levantarse apenas nos despertaban [34rº],
y hacer lo que todas.
Pero yo no estaba acostumbrada a arreglarme sola, y María
no estaba allí para rizarme el pelo. Así que tenía ir tímidamente a presentar
mi peine a la profesora encargada del cuarto de tocador, la cual se reía al ver
a una jovencita de once años que no sabía arreglarse por sí sola; pero me
peinaba, aunque no con la delicadeza de María; sin embargo, no me atrevía a
chillar, como hacía todos los días bajo la delicada mano de mi madrina...
Durante estos ejercicios pude comprobar que era una niña mimada y rodeada de
cariño como pocas en el mundo, sobre todo entre las niñas huérfanas de madre...
Todos los días, María y Leonia venían a verme con papá, que me colmaba de
caricias.
Así que no sufrí por estar lejos de la familia y no hubo nada que
oscureciese el hermoso cielo de mis ejercicios. Escuchaba con mucha atención
las pláticas que nos daba el Sr. abate Domin, y hasta escribía un resumen de
las mismas. En cuanto a mis propios pensamientos, no quise escribir ninguno,
segura de que me acordaría bien de ellos, como así fue... Me gustaba mucho ir
con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis compañeras
por un gran crucifijo que me había regalado Leonia y que llevaba puesto en el
cinturón como los misioneros.
Aquel crucifijo despertaba la envidia de las
religiosas, que pensaban que, al llevarlo, yo quería imitar a mi hermana la
carmelita... ¡Y sí, hacia ella volaban mis pensamientos! Yo sabía que mi
Paulina estaba de ejercicios como yo, no para que Jesús se entregase a ella,
sino para entregarse ella a Jesús, y aquella soledad, pasada en la espera, me
resultaba por eso doblemente grata... Recuerdo que una mañana me habían llevado
a la enfermería porque tosía mucho (desde mi enfermedad, las profesoras se
preocupaban mucho por mi salud: por un ligero dolor de cabeza, o si me veían
más pálida que de costumbre, me mandaban ya a tomar el aire o a descansar
en la enfermería).
Vi entrar a mi Celina querida; había conseguido permiso para
verme, a pesar de estar en ejercicios, para regalarme una estampa que me gustó
mucho; era «La florecita del Divino Prisionero». ¡Cómo me gustó recibir este
recuerdo de manos de Celina...! ¡Cuántos sentimientos de amor no me ha
inspirado...! La víspera del gran día recibí por segunda vez la absolución. La
confesión general me dejó una gran paz en el alma, y Dios no permitió que
viniera a turbarla ni la más ligera nube. Por la tarde pedí perdón a toda la
familia, que fue a verme, pero sólo pude hablar el lenguaje de las lágrimas,
pues estaba demasiado emocionada... Paulina no estaba allí, pero sabía que
estaba muy cerca de mí con el corazón. Me había mandado con María un preciosa
estampa, que no me cansaba de admirar y de hacer admirar a todo el mundo...
Fuente: catholic.net
