Nada temo porque nada arriesgo,
busco la voluntad de Dios en mis deseos
Hoy Jesús entra
en el cenáculo y les da su paz: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio y
les dijo: – Paz a vosotros”. No hay reproches. Sólo hay una mirada de
misericordia, unas palabras de consuelo y esperanza.
Les da su paz.
¿Cómo podían tener paz cuando habían perdido todas sus seguridades? ¿Cuando
aquel que conducía sus vidas estaba muerto?
Al principio
seguir a Jesús fue un salto en el vacío para los discípulos. Lo dejaron todo y
lo siguieron. Dejaron sus redes, su mesa de impuestos, su hogar, su familia,
sus seguridades.
Lo dejaron todo
porque se supieron amados. Dejaron su comodidad y se adentraron en los
misterios de una vida llena de milagros, de palabras eternas, de alegría y de
sueños. Una vida sin seguridades humanas. Pero una vida segura en el corazón
de Jesús.
Con el tiempo
su vida junto a Él se convirtió en rutina, en vida acomodada al lado de aquel
hombre tan lleno de Dios, ante ese Mesías que hacía numerosos milagros.
A su lado no
era posible el miedo. Jesús podía hacerlo todo posible. Sus palabras desarmaban
a los fariseos. Sus milagros despertaban la admiración y el seguimiento. Él
podía lograr lo imposible. Es fácil entones llegar a instalarse en el
seguimiento a Jesús.
Ellos se
instalaron. Tenían su seguridad puesta en Él. Y cuando uno se acomoda quiere
hacer el reino de Dios a su medida. Empiezan a preguntarse qué lugar
ocuparía cada uno en su reino. Sueñan con cargos de influencia.
Cuando medimos
todo con categorías humanas, uno puede llegar incluso a alejarse de Dios, de
sus planes.
En ocasiones
creo que yo también me aburgueso. Cuando empiezo a tejer mis propios
planes y los tiño de un tinte divino. Pienso que Dios lo quiere así y sigo
caminando en mi rutina.
El otro día
leía: “¡Qué fácil nos resulta, en tiempos de bonanza, volvernos dependientes
de nuestras rutinas, del orden establecido en nuestra existencia cotidiana, y
dejarnos llevar! Empezamos a no dar valor a las cosas, a confiar en nosotros y
en nuestros propios recursos, a ‘instalarnos’ en este mundo y a buscar en él
nuestro punto de apoyo. En cierto modo perdemos de vista que, por debajo y
detrás de todo eso, está Dios, que nos mantiene y nos sostiene. Continuamos
adelante dando por hecho que el día de mañana será exactamente igual que el de
hoy: un mañana cómodo en el mundo que nos hemos creado, un mañana seguro dentro
del orden establecido en el que hemos aprendido a vivir, por imperfecto que
sea; y no dedicamos ni un solo pensamiento a Dios”.
Los
pensamientos se apegan al mundo. Ya no pienso como Dios, pienso como los
hombres. Busco su voluntad en mis deseos. Tengo la confianza puesta en mis
capacidades, en lo que sé hacer bien.
He construido
una vida cómoda de apóstol. En ella encuentro una paz aburguesada en la que
nada temo, porque nada arriesgo.
Pongo mi
seguridad en mis capacidades, en mis fuerzas. Olvido a Dios. Y miro a mi
alrededor desde mi atalaya.
¡Con qué
facilidad yo estigmatizo a otros, los juzgo y los condeno! La mancha en el
mantel blanco de los hombres destaca demasiado. Los que no fueron fieles y
traicionaron a Jesús.
Me acabo
creyendo que tengo que hacerlo todo bien para que Dios me quiera. Es sólo
vanidad. No acabo de creer en esa misericordia gratuita.
No acabo de
creer en la misericordia de Jesús que se aparece en mi vida para recordarme
cuánto me quiere. Me lo dice de nuevo. Me lo recuerda para que no me olvide
nunca. Y me da su espíritu y su paz.
Me conmueve el
encuentro de Jesús con los suyos cuando ellos estaban escondidos: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
Jesús entra en
sus vidas estando las puertas cerradas. Entra traspasando las puertas cerradas.
Sabe que tienen miedo. Entra en sus vidas. No llama, no espera. No aguarda a
que ellos quieran estar con Él. Aparece de repente.
Imagino la
alegría y la sorpresa. El temor y el asombro de aquellos hombres. Estaban
escondidos. Tendrían remordimientos por su cobardía. Habían huido. Habían
dejado solo a Jesús.
Pero Jesús no
quería que ellos hubieran muerto con Él ese mismo día. Ya tendrían tiempo para
dar la vida por Él. Lo que tenía que hacer ese día tenía que hacerlo solo.
No hay reproches en su corazón. Jesús les trae la paz.
Es como el
encuentro del padre con el hijo pródigo. No recrimina nada. No les recuerda lo
que no hicieron. Les da su paz. Simplemente les da la paz: “Les enseñó las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: – Paz a vosotros”.