Qué
pena cuando a los cristianos se les reconoce más por sus prohibiciones que por
su forma de amarse
La señal por la que me conocerán es el amor. Ayer lo escuchamos: “La señal por la que conocerán todos que sois
discípulos míos será que os amáis unos a otros”.
No me reconocerán por respetar las normas litúrgicas,
por cumplir ciertos preceptos morales, por tener un alma sin pecado, cosa muy
improbable. La señal que me hará reconocible será la forma como ame a los
demás.
Me impresiona pensar en ello. Un amor que se ve.
Gestos que se ven y dejan traslucir un amor verdadero. Un amor sagrado, un amor
de Dios. ¿Es mi amor verdadero, auténtico, generoso? ¿Ven otros en mi
amor que soy de Cristo? Dudo.
Creo que a los cristianos no se les reconoce hoy por
su forma de amarse. Nos reconocen más a veces por nuestras
prohibiciones, por los límites que le ponemos a la vida. No me gusta. Quiero
que me reconozcan por una forma de amar que no es humana.
¿Acaso es humano el amor de los
mártires que perdonan al que les quita la vida? ¿O el amor de tantos santos que
arriesgaron su vida sirviendo a los despreciados, a los enfermos, a los más
abandonados?
Creo que mi amor ha de ser como ese amor de los
santos. Un amor fruto del amor de Dios en mi vida. ¿Qué rasgos ha de tener
ese amor?
El Papa Francisco cita a san Pablo en relación con el
amor verdadero: “El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene
envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su
propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo
lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7).
Comenta el papa Francisco en la exhortación Amoris
Laetitia: “Pablo quiere insistir en que el amor no es sólo un
sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo ‘amar’
en hebreo: es ‘hacer el bien’. Como decía san Ignacio de Loyola, ‘el amor
se debe poner más en las obras que en las palabras’. Así puede mostrar toda su
fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la
grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el
solo gusto de dar y de servir”.
Amar es hacer el bien. Es querer el bien de la persona amada. El verdadero amor busca la
felicidad de aquel a quien amamos. No busca el propio interés. Aunque sea
verdad que necesitamos amarnos antes para poder amar bien a los demás.
Comenta el papa Francisco: “Una cierta prioridad
del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición psicológica, en
cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a
los demás”.
Si no soy generoso conmigo mismo, si no me quiero
bien, si no me cuido, es difícil que pueda querer bien y cuidar a otros. El amor a los demás presupone el amor a uno mismo.
¿Cómo es el amor que me tengo? No soy egoísta cuando me cuido. Cuando me centro en lo que quiero, en mis
planes, en mis sueños. El amor a uno mismo es un amor maduro que sienta las
bases sólidas para poder amar bien a otros. Ese amor me sostiene, me mantiene
firme.
Me amo como soy, en mi pobreza, en mi grandeza. Me amo
en mis límites. Me quiero bien. Me cuido. Me respeto. Es un amor enaltecedor.
Porque sé bien que cuando no me cuido a mí mismo es difícil que cuide bien a
otros. Me desgasto descuidando lo que Dios me ha dado.
El amor a uno mismo no es egoísta. Es la base sobre la
que construyo. El amor a mí mismo conlleva respeto, aceptación, alegría. La
capacidad de gozarme en mi fragilidad. Disfrutar con mi vida como es y
aceptarme sin pretender ser distinto.
Reconocer mis límites. Besar mis conquistas.
Felicitarme por mis logros. Admirarme por los talentos que Dios ha sembrado
en mi alma. Ser positivo. No perder en seguida la confianza. Saber ser
objetivo en las pequeñas pérdidas. No amargarme ante la primera derrota.
Una actitud madura ante la vida. ¡Qué difícil resulta
a veces ser maduro! El corazón se resiste. Nos volvemos exigentes. Tan duros e
inflexibles que no aceptamos el más mínimo error o caída. Y entonces, ¡qué
difícil no ser exigentes con los demás!
Amarnos a nosotros mismos es el punto de partida para
poder amar bien a otros. Hoy falta mucho ese amor verdadero
a la propia vida. La satisfacción por lo que vivimos. La alegría por saber que
mi vida es maravillosa.
Claro que puede ser mejor. Pero me alegra como es. Con
sencillez, con humildad.
El amor a los demás es la señal por la que me tienen
que reconocer: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a
otros; como Yo os he amado, amaos también entre vosotros”. En el cenáculo.
A punto de morir, les deja en palabras lo que han vivido con Él en la tierra.