Cada día que alborea nos trae la posibilidad de encontrarlo en la eucaristía. Allí nos hace la misma invitación: vamos, almorzad. Depende de nosotros acercarnos a su mesa
La aparición del Resucitado junto al lago de Tiberíades es una pequeña síntesis del significado de la resurrección. Los apóstoles no estaban preparados para comprender la resurrección, pues, como judíos, la esperaban al fin de los tiempos.
La aparición del Resucitado junto al lago de Tiberíades es una pequeña síntesis del significado de la resurrección. Los apóstoles no estaban preparados para comprender la resurrección, pues, como judíos, la esperaban al fin de los tiempos.
Por eso, además de sorprendidos, quedaron
desconcertados y tuvieron que reflexionar sobre el nuevo estado de Jesús
glorificado. Esta reflexión aparece en los relatos de las apariciones.
Cualquier lector avispado que lea la aparición junto al lago se preguntará:
¿Por qué no reconocen a Jesús cuando les pregunta si tienen pescado? ¿Qué
significa el pez que tiene Jesús sobre las brasas? Por último, ¿qué aspecto
tenía Jesús para que diga el evangelista que ninguno se atrevía a preguntarle
quién era? Si su apariencia era la misma, esta frase sobra; y si había
cambiado, como sugiere el texto, ¿por qué sabían que era él?
Es
obvio que el evangelista quiere decir, en primer lugar, que el Resucitado ha
iniciado una relación distinta con los suyos. Pertenece a un orden nuevo, el de
la irrupción de la vida resucitada. Jesús toma la iniciativa en todo: se
manifiesta, prepara un banquete con un pez y pan misteriosos, y se muestra
idéntico a sí mismo pero diferente. Provoca la certeza de que es él, pero su
naturaleza humana ha cambiado.
Esta
nueva vida, sin embargo, tiene continuidad con la anterior. No existe ruptura
total. Jesús busca a los suyos donde los encontró por vez primera: junto al
lago. Realiza un milagro que recuerda otro, en el mismo sitio, el de la pesca
milagrosa, cuando dijo a Pedro que haría de ellos pescadores de hombres. Cuando
Jesús les invita a almorzar evoca el gesto de la última cena: toma el pan y se
lo da.
El
evangelista quiere unir ambos momentos, como queriendo decir que Jesús celebra
de nuevo con ellos su comida de alianza. Se reanudan los lazos que había
establecido en la última Cena. El Resucitado les invita a una comida que no
busca saciar el hambre física, sino, como ocurre con los discípulos de Emaús,
reconocerlo presente entre ellos. El pez y el pan son los signos eucarísticos
de la presencia de Cristo, que prepara el banquete para los suyos, un banquete
que permite identificar al Resucitado con el Jesús de la última cena.
Todo
esto explica que, siendo el mismo Jesús, su aspecto haya cambiado. No es una
especie de juego, al que Jesús quiere someter a sus apóstoles, o a los de Emaús
cuando se les muestra en forma de peregrino, o a la Magdalena que le confunde
con el jardinero. Los relatos de las apariciones pretenden enseñar que Jesús
realmente ha pasado de este mundo al Padre. No pertenece ya a esta creación
aunque porte en sí mismo algo de ella, nuestra carne.
Su
naturaleza humana ha sido transformada por el Espíritu, en su paso a través de
la muerte y resurrección. Y este paso, que llamamos Pascua, se manifiesta en
las diversas formas que tiene de manifestarse. Dicho de otra manera. Los
apóstoles no llegan a la fe en la resurrección sino por iniciativa de Cristo
que les abre los ojos y la inteligencia para ver la nueva creación, la que él
ha iniciado. Cristo hace nuevas todas las cosas. Renueva hasta su propia
historia con los suyos y les enseña a leerla desde la luz de la resurrección.
Después
de veinte siglos, los cristianos no hemos aprendido la lección de estos relatos
de las apariciones. Como a las mujeres piadosas nos sucede que seguimos
buscando a Cristo entre los muertos y nuestros ojos no saben verlo compartiendo
nuestra vida y ofreciéndonos la suya. Cada día que alborea nos trae la
posibilidad de encontrarlo en la eucaristía. Allí nos hace la misma invitación:
vamos, almorzad. Depende de nosotros acercarnos a su mesa.
+
César Franco
Obispo
de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia
