El alba
de Farhad
Hijo de un general de los
muyahidín, llevaba en la sangre el odio. Ante los atentados, cuenta lo que ha
cambiado su vida
Farhad no ha visto nunca las
piernas de su madre. Solo en una vieja foto, tomada cuando él no había nacido
aún, la que posaba con una falda, corta, en los años de la paz y el desarrollo
bajo el reinado del Shah. Pero a las fotos solo les echaba un vistazo veloz.
El día que tuvo entre sus manos una fotografia de su hermano vestido al modo occidental,
la tiró al suelo como si le quemara.
Farhad Bitani es musulmán. «Y
seguiré siéndolo». Nacido en Afganistán en 1986, último de seis hijos de un
general de los muidín. Ha vivido primero metido en el poder y en los abusos, luego
perseguido bajo el régimen de los talibanes. Pero siempre en guerra. El odio
por el occidente infiel lo llevaba en la sangre, como la polvora de las
municiones con las que jugaba en el jardín, soñando ser como aquel hombre que
vio alejarse a cababallo. «Mi padre combatió entre los guerrilleros de Ahmad
Massoud, es decir, el Estado islámico», cuenta Farhad. «Después de haber estado
en el ejército de Mohammad Najibullah, el último presidente de la República
democrática de Afganistán, se convirtió en fundamentalista».
En su casa eran normales los
Consejos de guerra. En su infancia también era normal todo lo demás: la gente
castigada por la calle con los clavos en el cráneo, las jovencitas vendidas,
las decapitaciones y “el baile del muerto”; cuando en el cuerpo sin cabeza
metían aceite hirviendo para hacerlo agitar al sonido de la música. Con los
amigos jugaba a descubrir si las manos de los culpables de robo que habían sido
colgadas en los árboles, eran de jóvenes o de viejos.
Cada viernes iban al estadio de
Kabul para asistir sobre su arena a las lapidaciones. Pero una vez sucedió algo
diferente en aquella explanada: dos niñas fueron arrancadas del abrazo de su
madre, que las saluda por última vez antes de caer bajo los golpes de las
piedras, delante de ellas. Farhad sintió una punzada en su corazón, pero no
sabe decir qué era. Quería gritar, pero no comprendía de dónde venía aquel
grito que no conseguía salir, mientras la muchedumbre enloquecía, y el marido de aquella mujer, con las hijas
agarradas de la mano, le deseaba el infierno.
El infierno estaba allí, en el
día a día. Pero Farhad no lo veía: «Aquel tiempo y aquel espacio me contagiaban,
estaba ciego ante aquella inhumanidad terrible, que también me dominaba a mí».
Ante las injusticias, la continua tensión nerviosa, ante el dolor del pueblo.
«Hasta las personas más normales se convirtieron en animales, perdieron el
juicio». Todo con la impunidad y la hipocresía de quien se erigió juez y
verdugo en nombre del Corán y vivía peor que los demás. Él callaba, como aquel
día en el estadio, o durante las fiestas celebradas con las armas y el hachís,
ante las vacaciones costeadas con dinero sucio o los muchachos obligados a
prostituirse.
En 1997, cuando los talibanes
entran vencedores en Kabul, su padre es encarcelado en la prisión de Kandahar,
donde permanece dos años. Logrará fugarse y toda la familia vivirá unida en
Irán hasta 2001. Luego, de nuevo, Afganistán y el poder, con los muyahidín de
la alianza del Norte. Mientras, lo habían perdido todo. Su madre fingía comer,
para después darle algo de comer a sus hijos. Silenciosa, le enseñó mucho en
medio de aquella oscuridad. Farhad no entendía por qué los hermanitos que
llevaba en su seno no habían venido nunca al mundo. Ya mayor, se lo preguntó:
«Habrían nacido con el kalashnikov en la cuna».
Hoy Farhad tiene veintinueve
años. Llegó a Italia por primera vez en 2004, cuando su padre se convirtió en
el hombre de confianza del presidente Hamid Karzai y fue enviado a Roma para
trabajar en la embajada. «Estaba convencido de haber acabado entre gente que
solo merecía una lluvia de fuego. Invocaba la venganza de Dios sobre vosotros,
infieles». Pero sucedió algo aparentemente frágil que, sin embargo, ha tenido
la fuerza de cambiarle toda la vida.
En 2006 fue admitido en la
academia militar de Módena. No se relacionaba con nadie, ni concedió su amistad
a nadie. Pero poco a poco, sin quererlo, se va aficionando a su compañero de
habitación. «Solía pasar mis vacaciones en Afganistán. Hasta que un día él me
invitó a pasarlas en su casa, porque me vio triste. Para mí era imposible solo
pensarlo: a casa de un cristiano... En cambio, durante las vacaciones de Pascua
decidi acompañarle. ¿Porqué? «Por los dos años que habíamos vivido juntos».
Cae en una familia normalísima,
desconocida y acogedora: sentado con ellos a la mesa, donde se evitan el vino y
el cerdo por respeto a su religión, observa y se pregunta por qué gente
"mala" está tan atenta a él. «Lo que veía interrogaba directamente a
mi corazón». En esos días sufre una fiebre muy alta y enseguida cuidan de él. A
media noche, la madre de su compañero, entra despacio en la habitación para
ver cómo está, le toca la frente para comprobar la fiebre y le coloca las
mantas. Farhad tiene los ojos cerrados, aquel gesto le estremece el corazón.
En el silencio, estalla una pregunta: «Pero entonces, ¿quién soy yo?».
LA SÁBANA.
Hace dos meses, esa madre le
dijo por sorpresa: "Farhad, nunca pensaría que un hecho tan pequeño
pudiera cambiarte la vida...». Él le respondió: «No me ha cambiado solo a mí,
sino a centenares de personas a mi alrededor. Y quizás muchas más también».
«Creo que hay un punto blanco en cada corazón y, si el bien toca ese punto, se
libera la pregunta sobre tu verdadera identidad». Es más fuerte que todo, también
que el «veneno que había tragado» hasta entonces. «Nadie vino a darme dinero o
poder, nadie me dijo: ¡cambia! No. Yo he visto a personas que eran cristianas
y estaban contentas de ello. No querían de ningún modo convencerme. Y esto
para mi era increíble. Por su humanidad conocían la necesidad que había en mí
y compartían sus vidas conmigo, sin esperar nada a cambio».
Farhad comenzó a estudiar el
Corán en persa: «Nos lo habían enseñado en árabe, sin que conociésemos el
idioma, pero nos lo transmitían así para alcanzar sus objetivos. Gracias a
vosotros, cristianos occidentales, pude descubrir de verdad mi religión».
Después de servir como oficial
del ejército afgano durante la misión ISAF, un día de 2011, por la carretera
entre Lagham y Jalalabad cayó víctima de un atentado talibán. Se salvó milagrosamente.
A partir de ahí, decide deponer las armas, buscar asilo en Italia y dedicar su
vida al diálogo interreligioso e intercultural. Los años de mi estancia en Módena habian sembrado en mí un cambio profundo. Haber
sobrevivido era una señal de que Dios me estaba encomendando una misión».
Durante los meses de
rehabilitación en Dubai comenzó a escribir el libro La última sabana blanca.
La última sabana que quedaba en su casa cuando habían caído en la pobreza, pero
que su madre le dio a una familia más pobre que ellos para enterrar a un
pariente. Desde entonces, cada noche ella se quitaba el chador para cubrir la
cama de Farhad.
En el libro cuenta su historia
sin reservas, y el dolor de un país «asesinado por la política que se hace en
nombre del Islam». Mientras lo escribía, veía por televisión a los líderes
fundamentalistas -que tan a menudo había visto en su casa- hablando de
democracia y paz: «luego vi las imágenes de pobreza y destrucción que ellos
mismos habían causado. Les miraba teniendo en la mente las caras de los
europeos que había conocido». Y comenzó a decirse sorprendido: «El verdadero
Islam lo he visto en ellos, los europeos». Decía a sus antiguos amigos: «Somos
más pecadores nosotros que ellos. Moriremos un día, ¿qué le diremos a Dios?».
Sus amigos se reían. Empezó a buscar en todo «la razón de esta diferencia que
me fascinaba. Me pareció el factor decisivo para construir un mundo más
humano».
UN SOLO OBJETIVO
Hoy trabaja como mediador
cultural en T'úrín, dedica todo su tiempo a los inmigrantes, como trabajador y
como voluntario. Sin parar. Es socio fundador de Global Forum Afgano, una
organización con 200.000 suscriptores que se ocupa de la educación en
Afganistán. La noche de los atentados de París, el dolor y la rabia no le
dejaron dormir: «Ese horror es fruto de la ausencia de Dios. Me lo enseñó don
Giussani, al que "conocí" hace dos años: cuando en la vida humana se
niega la realidad de Dios, el hombre enloquece. Porque el hombre necesita de
Dios. Entonces la lucha es dar a conocer Su amor. Hay una Europa que no propone
nada al hombre que busca. Hay un cristianismo reducido a tradiciones, que es
vacío. Y hay un cristianismo vivido. Agradezco a Dios por haberme permitido
encontrarlo, porque ninguna otra cosa podría haberme cambiado.
Está convencido de que no podemos
quedarnos parados frente a lo que está sucediendo. E, igualmente, que la
intervención armada equivale a no hacer nada. «Solo ha traído más violencia. El
camino es la religión: dejar espacio a los hombres religiosos, seguir a quien
da la vida por amor a la verdad y al hombre. Esto también debería hacerlo la política:
debería pedir ayuda y renunciar a sus intereses, que financian y arman a los
fundamentalistas». Para él, Francia está en el punto de mira porque ha usado
las armas «pero, sobre todo, porque ha quitado a Dios de la vida pública. La
libertad religiosa no se puede tocar. Es la libertad de lo humano». Repite a
menudo una petición: «Por favor, ayudad a nuestro mundo musulmán. La Iglesia
ha superado su violencia, ha trabajado en la interpretación de las Sagradas
Escrituras y ha hecho un largo camino. Enséñanos cómo hacerlo. Nosotros
debemos estar dispuestos a aprender».
Farhad duerme solo cuatro horas
cada noche, para poder servir a los hombres que va conociendo. Muchos lo
consideran un ingenuo porque habla de Jesús: «Podrían haberle dicho: somos
doce, ¿qué piensas hacer? Pero ha cambiado el mundo así. Me cambió a mí. Hasta
2008 llevaba dentro solo odio». Pensaba: nací musulmán y todo el mundo debe
serlo. «El corazón de cada hombre lo guía Dios», dice: «y Dios da a todos la
capacidad de reconocer la verdad. Pero es necesario aceptarla, escogerla. Él
me ha llevado a verla poco a poco, sin abandonarme nunca, ni obligarme. Me dejó
libre, pero el coraje de elegir me viene del cristianismo, siguiendo el bien
que ha cambiado mi vida».
Cree que tenemos que hacer una
sola cosa: El amor de Dios es la
realidad más bella que existe: uno debe vivirla y transmitirla. Él lo arregla
todo, no nosotros. Escribe al final de
su libro: «Su plan es demasiado
misterioso para que yo pueda entenderlo. No tengo otro objetivo que este: vivir
buscando Su voluntad que es amor».
Fuente: musicaliturgica
