Si
idealizamos a los santos, los deshumanizamos, y si los deshumanizamos, les
robamos la belleza de la santidad
4. Jonás
Cuento corto:
Nínive era una ciudad pagana, capital de Asiria (muy cercana a la actual Mosul,
al norte de Iraq), que se había alejado de Dios. Los excesos, el robo, la
rapiña y la idolatría se habían vuelto pan de cada día, así que Dios elige a un
hombre para enmendarles la plana. Nada nuevo bajo el sol.
Lo que sí es novedoso es que Dios elige
a un tipo insoportable y engreído llamado Jonás, que para colmo de males no
tenía la más mínima voluntad de cumplir el divino encargo. A pesar de todo,
Jonás se embarca y se pone en marcha, ¡pero en sentido contrario: a Tarsis! Es
decir, se aleja de Nínive lo más que puede pensando que de esta manera Dios lo
dejaría en paz.
Pero nuestro Señor, que no abandona a sus elegidos por más papanatas que sean, se las ingenia para que unos marineros lancen a Jonás por la borda y un pez enorme lo lleve derechito hasta Nínive. Hago un paréntesis para decir que yo lo hubiera lanzado por la borda y nada más. Pero sigamos…
Pero nuestro Señor, que no abandona a sus elegidos por más papanatas que sean, se las ingenia para que unos marineros lancen a Jonás por la borda y un pez enorme lo lleve derechito hasta Nínive. Hago un paréntesis para decir que yo lo hubiera lanzado por la borda y nada más. Pero sigamos…
Una vez en Nínive Jonás se rinde ante la
voluntad de Dios y decide proclamar el mensaje de conversión. La gente se
conmueve, hace penitencia y vuelve a la fe verdadera. ¡Qué gran logro!
¡Felicitaciones, Jonás! ¿¡Pero, qué!? ¿¡No estás contento!? No, Señor. Jonás no
estaba contento. «Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis - le
responde Jonás a Dios - Bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso,
tardo a la cólera y rico en el amor. Así que, Yahvé, quítame la vida pues
prefiero morirme a estar vivo» (Jon 4, 2-3) O sea que Jonás no huyó por el
esfuerzo ni por el cansancio de la empresa. ¡Huyo porque no quería la
conversión de los ninivitas!
¡Ay, Señor! Qué paciente fuiste con Jonás. Lo seguiste hasta la choza donde lo llevó su malhumor y ahí no dejaste de
tocar a la puerta de su corazón hasta que abriera y comprendiera la razón por
la cual tú te apiadas de los pecadores y sufres con sus transgresiones. Es
verdad, Señor, Isaías tenía razón: «los caminos de Dios no son nuestros
caminos» (Cfr. Is 55, 8), porque yo lo hubiera molido a palos hasta que
aprendiera de memoria todos los salmos penitenciales. Jonás, para mí, no es
santo ni por asomo.
5. Jeremías
Aquí Dios escogió mejor. Jeremías era un joven distinguido de diecinueve años y perteneciente a una
familia sacerdotal. Cuando Yahvé lo llamó pensó que era muy joven y tuvo miedo
porque su falta de experiencia podrían ser un problema pero Dios lo reconfortó:
«Irás donde te envíe y dirás lo que te indique. No tengas miedo. Pondré
palabras en tu boca y fuerza en tu voluntad para que arranques, destruyas y
después, levantes y edifiques. Ponte en pie. No temas. Haré de ti una plaza
fuerte, columna de hierro y muralla de bronce, frente a toda la tierra». Este
hermoso augurio llenó de confianza el corazón de nuestro joven profeta y así
empieza su historia de servicio y amistad con Dios.
Pero Jeremías se encontró con pueblos y
reyes bastante menos acogedores que los ninivitas. Su predicación cayó en oídos sordos y hasta ocurrió que el Rey Joaquim
llegó al límite de quemar el libro donde Jeremías había escrito el mensaje que
Yahvé le había inspirado. Nuestro profeta empezó a dudar de esto tan bonito
de ser columna de hierro y muralla de bronce, y se sintió frágil y abandonado.
«Puede alguno destrozar el hierro y el bronce - encaró Jeremías a Dios -¿Por
qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la
medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?» (Jer
15, 12, 18). Y los reproches fueron en aumento hasta desbocarse en «¡Maldito el
día en que nací! (…) ¿Por qué no se me mató en el seno de mi madre, y hubiera
sido ella mi sepulcro?» (Jer 20, 14–17)
Llegados a estas alturas supongo que
pueden prever cómo actúa Dios con este tipo de malcriadeces. Sí, perdonando y
reanimando. Jeremías eventualmente volverá a la batalla y proclamará la palabra
de Dios hasta morir apedreado por su pueblo (según una tradición de San
Jerónimo). Por mi parte entiendo el dolor del profeta pero llegar al punto de
llamar a Dios «espejismo» y «aguas no verdaderas» me parece demasiado. Maldecir
el día del propio nacimiento, también. Aunque reconozco que guardo respeto por
Jeremías, yo hubiera preferido un profeta sin quebrantos. Como decimos en mi
país: «machito no más». Por eso, aunque sé que algunos me criticarán, este
señor completa mi lista de 5 santos que sacaría del cielo.
Me he divertido mucho escribiendo este
elenco pero es momento de terminar con el tono teatral y divertido para hablar
seriamente de la santidad.
Creo que la historia de estos 5 profetas - que yo considero grandes santos, por supuesto - hay tres elementos muy
hermosos que nos pueden ayudar a comprender qué es la santidad.
1. Los santos son seres
humanos
Espero que esto no te decepcione, pero San
Juan Pablo II, San Maximiliano Kolbe, el Padre Pío y compañía, han tenido
momentos tan humanos como los de nuestros profetas. Fueron frágiles, lloraron,
pidieron perdón, ofendieron y lucharon como cualquiera de nosotros. Su
intercesión es poderosa y son un gran modelo para nosotros porque ellos
saben muy bien qué significa ser hombres, pecadores, acechados por la tentación
y el demonio.
También conocen la belleza de las batallas
ganadas, han percibido el rocío de la gracia derramarse sobre sus vidas y
supieron poner de su propia cosecha para cooperar con el auxilio constante de
Dios. Se han maravillado de Dios una y mil veces precisamente porque son
hombres, porque han visto que el amor del Señor excede siempre nuestras
expectativas y hace con nosotros cosas que jamás hubiésemos esperado. Si idealizamos
a los santos, los deshumanizamos, y si los deshumanizamos, les robamos la
belleza de la santidad.
2. La santidad es
iniciativa de Dios
Me encantan las historias que hemos
repasado porque queda clarísimo cómo Dios es el primer motor de la santidad. Moisés, Jonás, Jeremías, David y Elías llegan a un momento de sus vidas
donde no pueden más, donde necesitan ponerse en las manos de Dios para poder
seguir adelante con la misión que el Señor confío a cada uno.
En la historia de la humanidad ha pasado lo
mismo con cada santo. Todos cooperaron con Dios pero nadie se hizo santo a sí
mismo. El amor que Dios nos invita a vivir es posible, claro que sí, pero solo
si sabemos acoger su gracia y reconocer que es Él quien tiene la iniciativa.
Quienes queremos ser santos - que deberíamos ser todos los cristianos - debemos
estar siempre muy atentos a no olvidar que en nuestro ascenso al cielo, es Dios
quien puso la escalera en primer lugar. Nosotros ponemos las ganas de subir, y
a veces, hasta en eso recibimos un empujón de Dios; como le pasó a nuestros
profetas.
3. La santidad empieza
cuando…
No sé si se dieron cuenta que en nuestras
cinco historias, en algún momento, nuestros profetas quisieron morirse. Este detalle, que podría ser interpretado como un dramatismo exagerado en
realidad es una pista muy significativa que tomaré simbólicamente para explicar
un elemento clave de una vida cristiana que empieza a acercarse a la santidad.
Lo tomaré simbólicamente porque obviamente no creo que los santos hayan querido
morirse en algún momento de sus vidas. De eso no se trata. Pero sí se trata de
un momento de quiebre en el que el hombre reconoce la pobreza de sus propia
condición, la inutilidad de sus esfuerzos, la volubilidad de sus promesas,
etc., y siente que por sus propios medios no es capaz de alcanzar el amor al
que Jesús, desde la cruz, lo ha llamado. Es este el momento de crisis el
terreno fértil donde Dios siembra la semilla de la santidad. Es en esta
simbólica muerte a nosotros mismos donde somos - ¡al fin! - capaces de empezar
la verdadera ascensión hacia el cielo.
Si de algo estoy seguro en mi aún breve
experiencia de vida cristiana es que Dios busca este momento en nuestras vidas.
A cada uno le llega de maneras distintas. Algunos bienaventurados lo alcanzan
con mucha connaturalidad y otros sufren muchísimo. No sé cual sea tu camino
hacia este momento pero estoy convencido de que cada santo, como nuestros
profetas, llegaron a ese día donde entendieron que para amar como Cristo hay
que amar con el corazón de Cristo. Y que esto no es un símbolo bonito, ¡No! De
verdad es Cristo mismo quien debe darnos su corazón, es a Él a quien debemos
pedirle una nueva vida, y nosotros tenemos que aceptar la aventura preciosa y
misteriosa de que Él ame en nosotros a pesar de nuestra miseria.
Creo que a eso se parece a la santidad.
Disculpen si me extendí demasiado.
Por: Mauricio Artieda