Estoy lejos de propugnar algún tipo de “censura”,
término “antitalismán” muy socorrido en los últimos tiempos
A raíz de los atentados de París, escritores españoles
y extranjeros, han ido tomando posición acerca de si la libertad de expresión
es absoluta o debe limitarse. Me temo que no se ha terminado de plantear bien
este delicado asunto. Para clarificarlo, debemos liberarnos de la seducción que
ejercen los “términos talismán” y superar la ambigüedad que encierra el vocablo
“libertad”.
Por diversas razones, ciertos términos han adquirido a
lo largo de la historia un prestigio tal que son considerados como una panacea
y apenas hay quien ose matizarlos como es debido. Se suele aceptarlos sin
matización alguna. Por eso se habla, sin más, de “la libertad”, “la libertad de
elegir”, “la libertad de expresión”… Esto responde a una forma elemental de
pensar.
Una mirada atenta nos permite descubrir que hay dos
tipos libertad, pero sólo suele hablarse de uno, el menos valioso: la “libertad
de maniobra”, la capacidad de hacer lo que uno guste, sin traba alguna. Si
tengo un piano, puedo venderlo o regalarlo, usarlo o arrumbarlo. Es un utensilio;
lo poseo y lo manejo a mi arbitrio. Pero, si me pongo a tocar el piano, debo
obedecer a las normas que me dan la partitura y el arte de la interpretación.
Parece que con ello debo renunciar a la “libertad de maniobra”, la libertad de
hacer con la obra lo que yo quiera. Y es verdad.
Pero ningún intérprete auténtico desea hacer con la
obra lo que quiera; lo que desea es tocarla bien, tener el gozo de dar vida a
una joya del arte. Para ello necesita poseer la destreza debida. Esta destreza
le da libertad para interpretar la obra debidamente. ¿Han visto alguna vez la
soltura, la elegancia y la seguridad con que Daniel Barenboim toca los
conciertos para piano y orquesta de Mozart? Pues ésas son las cualidades de la
libertad creativa o libertad interior. Ya tenemos un segundo tipo de libertad,
superior al anterior. Esta libertad actúa siempre con respeto, estima y actitud
de colaboración. La libertad inferior ‒la de maniobra‒ actúa con voluntad de posesión, dominio y manejo interesado.
Yo soy profesor y dispongo de la llamada “libertad de
cátedra”. Si entiendo esta forma de libertad como mera “libertad de maniobra”,
me equivoco. Si en vez de explicar los temas propios de mi asignatura, expongo
otros arbitrariamente, me expongo a suscitar la protesta de los alumnos. Puedo
excusarme aludiendo a mi “libertad de cátedra”, pero ellos argüirán, con razón,
que esa forma de libertad, bien entendida, no justifica mi conducta anárquica.
Tengo libertad, ciertamente, pero es para cumplir con mi deber, no para incumplirlo.
Soy libre para exponer, sin interferencias de nadie, los contenidos de mi
programa de la forma que juzgue óptima, pero no lo soy para alterar la
planificación académica de mi centro.
Hemos descubierto que la libertad de maniobra debe ir
unida a la libertad creativa, pues ser libres ‒con libertad de maniobra‒ es un
privilegio que se nos concede para practicar el bien. Tengo libertad ‒y derecho‒ para suspender a un alumno si
ignora los temas básicos de la asignatura. Pero no la tengo para sentirme superior
y mofarme de él. Esto iría contra mi libertad creativa, libertad para crear
relaciones respetuosas y cordiales.
Si me considero como un humorista, he de saber
exactamente lo que ello significa. Suele considerarse humorista a quien, con la
palabra y el dibujo, fustiga los fallos de las gentes, suscita la risa de los
lectores con ciertas caricaturas, entretiene con juegos ingeniosos de palabras…
Pero esto debe ser matizado. No basta realizar eso para merecer el alto
calificativo de humorista. El que fustiga los fallos de alguien de forma
mordaz, de modo que pueda menoscabar su dignidad y dañar su reputación, cultiva
la sátira, no el humorismo. Si lo hace con templanza y buen humor, entra en la
categoría de humorista. Critica los defectos de una persona o un grupo, pero lo
hace con indulgencia, esperando que sean capaces de mejora. Ejemplo de ello lo
tuvimos en nuestro magnífico Mingote.
La Estética filosófica nos enseña que la comicidad es
provocada, de ordinario, cuando hay una caída de un nivel a otro inferior. Si
el desnivel es pequeño, inspira una sonrisa. Si es notable, suscita la risa
abierta. Si es muy grande, provoca la carcajada. Cuando la caricatura o el
chiste que causan esta caída afectan a una persona, pueden resultar muy
crueles, y sólo pueden justificarse si son necesarios para el bien común.
A causa de una operación, un conocido crítico de cine
se expresaba en televisión de modo explosivo, marcando las sílabas. Debido a
ello, fue fácil presa de algún caricato. Al verse ridiculizado, el buen hombre
se negó a proseguir su labor. Como era su medio de vida, varios compañeros
consiguieron que volviera, y lo hizo, pero él se veía como la caricatura de sí
mismo. Se retiró, por ello, definitivamente y falleció al poco tiempo. Fue
entonces cuando me preocupé de elaborar una “Ética de la comicidad”.
Esta reflexión ética nos enseña que la libertad
ensalzada por Cervantes como “uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos” es la libertad de maniobra puesta al servicio de la libertad
creativa. La libertad de maniobra, cuando se centra en el yo y se somete al
vaivén de sus deseos, tiene el riesgo de ser insolidaria. Sería difícil vivir
en una sociedad cuyos miembros ejercitaran sólo este tipo de libertad a medio
desarrollar, propia de épocas de la vida inmaduras. La libertad madura, propia
de las personas desarrolladas, es la que sirve al fomento del encuentro y la
concordia, no al de la discordia y la destrucción.
La auténtica libertad no sirve nunca al mal, sino al
bien. Y, al consagrarse al servicio del bien, no empobrece su sentido y su
alcance. Todo lo contrario; al ponerse ella misma límites por vincularse a la
libertad creativa, es justo cuando se convierte en una libertad auténtica, la
gran colaboradora de quien desea adquirir la plenitud personal.
Se puede cultivar la sátira cuando es con el fin de
promover el bien de las personas, pero nunca para conseguir el goce desalmado
de dañarlas. Mofarse de una persona supone someterla a un descenso de nivel
aniquilador, y dejarla desasistida. Quien haya sido víctima de ello sabe que, a
menudo, resulta inútil acudir a los tribunales, pues bien se han cuidado los
infractores de que su injuria, aun siendo perversa, no traspase el dintel de lo
penal, y, si alguna vez lo hace, ya se apresurará alguien a sobreseer el caso
por entender que se trata de un mero “ejercicio de la libertad de expresión”…
Estoy lejos de propugnar algún tipo de “censura”,
término “antitalismán” muy socorrido en los últimos tiempos. Lo que sí defiendo
es la necesidad de que se repudie socialmente el uso arbitrario de la libertad
de expresión, por la razón profunda de que eso significa envilecer uno de los
dones más preciados de la naturaleza humana: la libertad de expresión creativa.
Por eso, Sr. David Cameron, no tiene sentido aceptar como perfectamente
democrática la “libertad de ofender”, sobre todo cuando se trata de los
sentimientos más profundos y sagrados.
Este tipo tosco de libertad, que rehúye madurar y
convertirse en libertad creativa, no es digna de un ser humano, que es por
esencia –según la investigación actual– un “ser de encuentro”. A esa dignidad
se opone tanto el ofender como el vengar la ofensa. Lo digno y fecundo, lo que
suscita felicidad verdadera es crear ámbitos de concordia, mediante el
ejercicio humanísimo de la libertad creativa, que no se opone a la libertad de
maniobra; la perfecciona, en cuanto le da pleno sentido. A mostrarlo dediqué
este artículo, en el que quise matizar para enriquecer.
Por Alfonso López Quintás
Fuente: Unomasdoce