El
nombre de este gran monje español está unido a uno de los monasterios
benedictinos más conocidos; aún conserva el esplendor que él le confirió. Hizo
refulgir en numerosas vías el carisma legado por su fundador, san Benito
El inicio del siglo XI trajo a este mundo a otro de
los grandes monjes que ha habido en la Iglesia. Une a su nombre una de las
abadías más reconocidas no solo en España sino en el resto del mundo: la de
Silos.
Nació el año 1000 en Cañas, La Rioja, España,
localidad integrada entonces en el reino de Navarra, en una familia de rancio
abolengo en sus raíces, aunque no poseían bienes materiales significativos.
Acerca de sus progenitores los biógrafos subrayan la fe del padre; no de la
madre.
Fue un niño sensible, inteligente y maduro que ya a temprana edad crecía
ávido de impregnarse del amor divino. Participaba con inmenso fervor en la
liturgia y albergaba la idea de consagrar su vida. Pero en la adolescencia tuvo
que dejar aparcados sus estudios y ponerse a trabajar como pastor. Mientras
cuidaba del ganado, elevaba su espíritu a Dios en oración y ejercitaba su
caridad con los peregrinos y pobres que transitaban por allí camino de Santiago
de Compostela; Dios bendecía sus rasgos de generosidad con extraordinarios
prodigios.
Permaneció ocupado en el pastoreo durante cuatro
años. Después, seguramente repuesta la economía familiar, con la venia de sus
padres comenzó a asistir al párroco y con él adquirió una valiosa formación de
gran ayuda posterior en su vida sacerdotal. Culminados sus estudios
eclesiásticos, y aunque ni siquiera había cumplido 26 años, el obispo de
Nájera, don Sancho, lo ordenó sacerdote porque sin duda calibraría sus excelsas
virtudes de las que ya se hacían eco en muchos lugares. Después de difundir el
evangelio predicando con ardor, y de consolar y socorrer a enfermos y
necesitados, buscó cobijo a sus anhelos contemplativos, y eligió como morada
lugares inhóspitos en los que la huella del hombre no se prodigaba.
Partió sin conocimiento de los suyos. Su liviano
equipaje estaba compuesto por textos de temática religiosa. Y durante año y
medio vivió experiencias que nunca confió a nadie, pero que debieron marcar
profundamente su espíritu. Era un gran asceta, dado a la penitencia y a las
mortificaciones; lidió ardua batalla contra tendencias que surgían de su
interior y también hizo frente a las externas, todo lo cual acentuó su unión
mística con Dios.
Tras su paso por este desierto, en 1030 recaló en
el monasterio benedictino de San Millán de la Cogolla (La Rioja) se cree que
buscando una mayor perfección espiritual, vinculado por el voto de obediencia.
El ora
et labora néctar de la regla otorgada por san Benito impregnaba
intensas jornadas en las que iba creciendo, formándose a conciencia. El códice
de San Millán era una de las obras principales que consultaba, y a través de él
se familiarizó con los textos conciliares. Fue estudioso del monje Esmaragdo,
compañero de san Benito y autor de su biografía. Ejemplar en su vivencia del
carisma benedictino, Domingo fue designado «maestro de jóvenes», y las
nacientes vocaciones tuvieron en él un testimonio vivo del amor a Cristo y a su
Iglesia. Ejercitó la prudencia, la caridad, la humildad y obediencia, entre
otras virtudes, que suscitaron la estima de la mayoría de sus hermanos. Otros
–los menos– le envidiaban y efectuaban comentarios maliciosos que ponían en
duda su virtud; restaban valor a su obediencia juzgando que estaba condicionada
por los honores y reconocimientos que recibía.
El abad le envió a Santa María de Cañas en calidad
de prior. Y Domingo convirtió aquel lugar ruinoso y desamparado en un admirable
monasterio, que fue rentable desde el punto de vista económico y cultural, así
como de incuestionable riqueza espiritual; trajo consigo numerosas vocaciones.
Una trama de ambiciones e intereses, en la que se mezcló la debilidad de un
nuevo abad, don García, plegado a las exigencias del monarca, hizo que este
monasterio se encaminase a la deriva. Domingo defendió con brío su religioso
feudo, y ello supuso su destierro, pero no venció su espíritu. «Puedes matar
el cuerpo y a la carne hacer sufrir, pero sobre el alma no tienes ningún poder.
El Evangelio me lo ha dicho, y a él debo creer que solo al que al infierno
puede echar el alma, a ese debo temer», respondió al rey de
Navarra.
En 1041 el rey don Fernando le concedió retirarse a
una ermita. Cerca estaba el monasterio de San Sebastián de Silos, que se
hallaba prácticamente abandonado. La restauración que hizo Domingo, a petición
del monarca que se lo confió con la anuencia del Cid Campeador, fue
excepcional. De este lugar que iba a quedar vinculado a su nombre, fue nombrado
abad. Cuidó de sus hermanos con exquisita caridad en sus necesidades
espirituales y materiales, atendiendo también las carencias de las gentes del
entorno.
En 1056 inició las obras de restauración del que
sería uno de los máximos exponentes del románico castellano, y simultáneamente
impulsó la biblioteca, creó una escuela monástica y otra de miniaturistas y
copistas, tuteló la liturgia, etc. Confirió al monasterio un esplendor que aún
perdura, y todo en medio de muchas pruebas ante las que actuó con serenidad,
prudencia y templanza, confiando siempre en Dios. A su paso brotaban las
vocaciones. Fue un gran embajador y amigo de reyes. Recibió, entre otros, los
dones de profecía y milagros. Murió el 20 de diciembre de 1073. Fue canonizado
en 1234 por Gregorio IX.
Fuente: Zenit