Aclamado
obispo, doctor de la Iglesia y doctor universal. Uno de los más insignes
maestros de la teología medieval. Patrono de la Jornada Mundial de la Juventud,
de la ciencia y de los científicos
Nació
en 1206 en el castillo de Lauingen, Baviera. Era hijo de los condes de
Bollstädt, quienes se hallaban al servicio del monarca Federico II. Contaba con
16 años cuando inició los estudios universitarios de derecho. Pasó por Bolonia
y Venecia, y finalmente recaló en Padua, lugar donde residía un tío suyo. En
ese momento la ciudad era sede de una de las más prestigiosas universidades.
Hizo acopio de una vasta preparación decantándose por las ciencias naturales.
Solía acudir al templo de los dominicos y en 1223 conoció al beato Jordán de
Sajonia, que era entonces el segundo maestro general de la Orden de
predicadores. El inquieto joven, profundamente conmovido por el testimonio de
vida y palabra del beato, no dudó en seguir el llamamiento de Cristo que se produjo
en su interior, y en 1224 se abrazó a este carisma, junto a otros nueve
novicios, uno de ellos hijo de un noble, como lo era él.
La
conmoción familiar que se desató al conocer la noticia alcanzó cotas
preocupantes. Su padre, en particular, estaba tan enfurecido que determinó
aplicar la fuerza, si era preciso, para desligarlo de los frailes mendicantes.
Alberto no pensaba claudicar. Pero, en todo caso, y con la más que probable
idea de evitar males mayores, los superiores le trasladaron a Colonia. Allí
impartió clases en 1228 y en 1229; éste último año tomó el hábito. Por esa
época el enojo paterno se había aplacado.
Era un profesor tan brillante que sus
alumnos desbordaban las aulas tanto en las universidades de Colonia, como en
las de Hildesheim, Friburgo, Ratisbona, Estrasburgo, y en la Sorbona de París,
lugares donde también enseñó. Además, en París había estudiado teología. Algunas
veces, cuando el auditorio crecía al punto de exceder el espacio del aula, se
vio obligado a impartir clases al aire libre.
El texto que tenía como base era
el Liber Sententiarum, de Pedro Lombardo. En Colonia, donde fue enviado en 1248
para regir como rector la nueva universidad puesta en marcha por los dominicos,
tuvo como discípulo al Aquinate, su más excelso alumno, por el que tuvo
predilección. Consciente de su valía, hizo notar: «Ustedes llaman a Tomás ‘buey
mudo’, pero yo les digo que los mugidos de este buey se escucharán en todo el
mundo».
Pero
si notables fueron las cualidades intelectuales de Alberto, insigne científico,
teólogo y filósofo, autor de numerosas obras, no palidecían ante ellas sus
excelsas virtudes. Vivía henchido de gozo porque era un hombre de intensa y
continua oración. Su penetrante análisis sobre la ciencia y la filosofía
estaban encarnados en ella, por eso su magistral exposición enardecía a sus
enfervorizados seguidores. Se le considera impulsor de la escolástica. Pero no
se dejó tentar por la vanagloria y, con espíritu sencillo y humilde elevó sus
súplicas a Dios: «Señor Jesús pedimos tu ayuda para no dejarnos seducir de las
vanas palabras tentadoras sobre la nobleza de la familia, sobre el prestigio de
la Orden, sobre lo que la ciencia tiene de atractivo».
Se
dejó guiar de este sentimiento de plena aquiescencia con la voluntad divina:
«Querer todo lo que yo quiero para gloria de Dios, como Dios quiere para su
gloria todo lo que él quiere».
Destacaba por su amor a la Eucaristía y su
devoción por María. Se cuenta que en su juventud, experimentando gran
dificultad para el estudio, pensó fugarse del colegio a través de una escalera
que pendía sobre la pared. Y la Virgen, saliéndole al encuentro, le ofreció su
amparo vaticinando lo que le ocurriría al final de sus días: «Alberto, ¿por qué
en vez de huir del colegio, no me rezas a mí, que soy ‘Causa de la Sabiduría’?
Si me tienes fe y confianza, yo te daré una memoria prodigiosa. Y para que
sepas que fui yo quien te la concedo cuando ya te vayas a morir, olvidarás todo
lo que sabías». Ella había sido la que guió sus pasos a la Orden dominicana. Le
dedicó el Mariale.
En
1254 fue designado provincial de Alemania recorriendo el vasto territorio a pie
mientras mendigaba. El pontífice le encomendó diversas misiones y tuvo que
combatir graves tendencias y abusos. Defendió el derecho a la enseñanza de las
órdenes mendicantes, y fue encargado de redactar el plan de estudios para todos
los dominicos.
Cuando se aceptó su renuncia, se centró en el estudio, la
docencia y la escritura. En 1260 fue nombrado obispo de Ratisbona, lugar donde
emprendió la reforma del clero y erradicó las costumbres licenciosas.
No
consiguió que el papa Alejandro IV le liberase del oficio, pero sí lo hizo
Urbano IV encomendándole que predicara la Cruzada desde 1261 a 1263. Fue un
gran pacificador. En 1274 participó en el Concilio de Lyon que había convocado
Gregorio X y, entre otras cosas, tuvo ocasión de salir en defensa de las tesis
de su amado Tomás de Aquino que habían sido objeto de críticas infundadas.
En
1278, mientras impartía clase en Colonia, perdió la memoria. Y desde ese
momento se recluyó en su celda, en oración. Diariamente acudía a la tumba que
mandó erigir para rezar el Oficio de difuntos. En 1279 redactó su testamento.
Murió el 15 de noviembre de 1280 serenamente, sobre su mesa. Fue beatificado en
1622 por Gregorio XV, y canonizado por Pío XI el 16 de diciembre de 1931, quien
lo proclamó doctor de la Iglesia. En 1941 Pio XII lo declaró patrono de los
científicos. Ha recibido el título de «magnus» (grande), y de «doctor
universal» por la extensión de su saber que engloba las disciplinas filosófico
teológicas y las científicas.
Como
señaló Benedicto XVI, Alberto «tiene mucho que enseñarnos aún […] muestra que entre
fe y ciencia no hay oposición, a pesar de algunos episodios de incomprensión
que se han registrado en la historia […] recuerda que entre ciencia y fe hay
amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, a través de su vocación
al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad».
Fuente: Zenit