La salud de cualquier sociedad
depende de la salud de sus familias
El Papa Francisco presidió ayer por la mañana la Santa Misa en el Campus de la
Universidad de Nairobi ante miles de personas. La celebración estuvo
caracterizada por cantos típicos. En su homilía, el Santo Padre dijo que los
cristianos están llamados a “oponerse a las prácticas que fomentan la
arrogancia de los hombres, que hieren o degradan a las mujeres, y ponen en
peligro la vida de los inocentes aún
no nacidos”.
La Palabra de Dios nos habla en lo más profundo de nuestro corazón. Dios
nos dice hoy que le pertenecemos. Él nos hizo, somos su familia, y Él siempre
estará presente para nosotros. «No temas», nos dice: «Yo los he elegido y les
prometo darles mi bendición» (cf. Is 44,2-3).
Hemos escuchado esta promesa en la primera lectura de hoy. El Señor nos
dice que hará brotar agua en el desierto, en una tierra sedienta; hará que los
hijos de su pueblo prosperen como la hierba y los sauces frondosos. Sabemos que
esta profecía se cumplió con la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero
también la vemos cumplirse dondequiera que el Evangelio es predicado y nuevos
pueblos se convierten en miembros de la familia de Dios, la Iglesia. Hoy nos
regocijamos porque se ha cumplido en esta tierra. Gracias a la predicación del
Evangelio, también ustedes han entrado a formar parte de la gran familia
cristiana.
La profecía de Isaías nos invita a mirar a nuestras propias familias, y a
darnos cuenta de su importancia en el plan de Dios. La sociedad keniata ha sido
abundantemente bendecida con una sólida vida familiar, con un profundo respeto
por la sabiduría de los ancianos y con un gran amor por los niños. La salud de
cualquier sociedad depende de la salud de sus familias. Por su bien, y por el
bien de la sociedad, nuestra fe en la Palabra de Dios nos llama a sostener a
las familias en su misión en la sociedad, a recibir a los niños como una
bendición para nuestro mundo, y a defender la dignidad de cada hombre y mujer,
porque todos somos hermanos y hermanas en la única familia humana.
En obediencia a la Palabra de Dios, también estamos llamados a oponernos a
las prácticas que fomentan la arrogancia de los hombres, que hieren o degradan
a las mujeres, y ponen en peligro la vida de los inocentes aún no nacidos.
Estamos llamados a respetarnos y apoyarnos mutuamente, y a estar cerca de todos
los que pasan necesidad. Las familias cristianas tienen esta misión especial:
irradiar el amor de Dios y difundir las aguas vivificantes de su Espíritu. Esto
tiene hoy una importancia especial, cuando vemos el avance de nuevos desiertos
creados por la cultura del materialismo y de la indiferencia hacia los demás.
El Señor nos hace otra promesa en las lecturas de hoy. Como Buen Pastor,
que nos guía por los caminos de la vida, Él nos promete habitar en su casa por
años sin término (cf. Sal 23,6). También en este caso vemos cumplida su promesa
en la vida de la Iglesia. En el Bautismo, Él nos conduce hacia fuentes
tranquilas y reaviva nuestra alma. En la Confirmación nos unge con el óleo de
la alegría espiritual y de la fortaleza. Y en la Eucaristía nos prepara una
mesa, la mesa de su propio cuerpo y sangre, para la salvación del mundo.
Necesitamos estos dones de gracia. Nuestro mundo tiene necesidad de ellos.
Kenia necesita estos dones. Ellos fortalecen nuestra fidelidad en medio de las
adversidades, cuando parece que estamos caminando «por el valle de las sombras
de la muerte». Pero también cambian nuestros corazones. Nos hacen más fieles
discípulos del divino Maestro, vasos de misericordia y de amorosa ternura en un
mundo lacerado por el egoísmo, el pecado y la división. Estos son los dones que
Dios en su providencia les concede para que contribuyan, como hombres y mujeres
de fe, en la construcción de su país, con la concordia civil y la solidaridad
fraterna. De manera particular, son dones que hay que compartir con los
jóvenes, que aquí, como en otras partes de este gran continente, son el futuro
de la sociedad.
Aquí, en el corazón de esta Universidad, donde se forman las mentes y los
corazones de las nuevas generaciones, hago un llamado especial a los jóvenes de
la nación. Que los grandes valores de la tradición africana, la sabiduría y la
verdad de la Palabra de Dios, y el generoso idealismo de su juventud, los guíen
en su esfuerzo por construir una sociedad que sea cada vez más justa, inclusiva
y respetuosa de la dignidad humana. Preocúpense de las necesidades de los
pobres, rechacen todo prejuicio y discriminación, porque –lo sabemos– todas
estas cosas no son de Dios.
Todos conocemos bien la parábola de Jesús sobre aquel hombre que edificó su
casa sobre arena, en vez de hacerlo sobre roca. Cuando soplaron los vientos, se
derrumbó, y su ruina fue grande (cf. Mt 7,24-27). Dios es la roca sobre la que
estamos llamados a construir. Él nos lo dice en la primera lectura y nos
pregunta: «¿Hay un dios fuera de mí?» (Is 44,8).
Cuando Jesús resucitado afirma en el Evangelio de hoy: «Se me ha dado todo
poder en el cielo
y en la tierra» (Mt 28,18), nos está asegurando que Él, el Hijo de Dios, es la
roca. No hay otro fuera de Él. Como único Salvador de la humanidad, quiere
atraer hacia sí a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, para
poder llevarlos al Padre. Él quiere que todos nosotros construyamos nuestra vida
sobre el cimiento firme de su palabra.
Por eso, después de su resurrección y en el momento de regresar al Padre,
Jesús dio a sus apóstoles el gran mandato misionero, que hemos escuchado en el
evangelio de hoy: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20).
Este es el encargo que el Señor nos da a cada uno de nosotros. Nos pide que
seamos discípulos misioneros, hombres y mujeres que irradien la verdad, la
belleza y el poder del Evangelio, que transforma la vida. Hombres y mujeres que
sean canales de la gracia de Dios, que permitan que la misericordia, la bondad
y la verdad divinas sean los elementos para construir una casa sólida. Una casa
que sea hogar, en la que los hermanos y hermanas puedan, por fin, vivir en
armonía y respeto mutuo, en obediencia a la voluntad del verdadero Dios, que
nos ha mostrado en Jesús el camino hacia la libertad y la paz que todo corazón
ansía.
Que Jesús, el Buen Pastor, la roca sobre la que construimos nuestras vidas,
los guie a ustedes y a sus familias por el camino de la bondad y la
misericordia, todos los días de sus vidas. Que él bendiga a todos los
habitantes de Kenia con su paz.«Estén firmes en la fe. No tengan miedo». «Porque ustedes pertenecen al
Señor».
Mungu awabariki! (Que Dios los bendiga) Mungu abariki Kenya! (Que Dios
bendiga a Kenia).