La puerta de nuestro corazón ha de abrirse para
recibir a todos, “tanto para recibir el perdón de Dios como para dar
nuestro perdón y acoger a todos los que llaman a nuestra puerta”

Desde las
antiguas religiones la puerta tiene un rico simbolismo. En las religiones
orientales y en Mesopotamia se mencionan puertas del cielo y del mundo
subterráneo. Los egipcios guardaban las puertas de los templos con figuras de
leones. Los romanos tenían incluso un dios guardián de las puertas, que se
representaba con dos caras, como significando un antes y un después: Jano (de
donde viene ianuarius, enero, y también ianua, puerta).
El paso por una
puerta hacia el más allá se encuentra también en la Biblia. Se dictaban
sentencias por dentro de las puertas de la ciudad. Las puertas simbolizan el
poder del rey o la confianza en él y derivadamente en Dios. La puerta puede
significar el límite, que Dios ha impuesto, por ejemplo, al mar o a la vida, y
que Él mismo puede hacer saltar.
En el Nuevo
Testamento se desarrolla el sentido de la puerta como acceso a la felicidad
eterna. “Esforzaos para entrar por la puerta angosta” (Lc 13, 24), exhorta
Jesús, no vaya a ser que el dueño de la casa entre y cierre la puerta, y aunque
la golpeéis, él no os reconocerá. La puerta es símbolo de la salvación, como se
lee en la parábola de las vírgenes prudentes y las necias (cf. Mt 25, 1-12).
Por eso se las representa a veces en las puertas de las iglesias, donde puede
aparecer también una escena del juicio final.
Señala el Papa
Francisco que la Iglesia entera, las “iglesias” o los templos, y todas las
instituciones eclesiales y comunidades cristianas, deben mantener siempre
sus puertas abiertas para facilitar el encuentro con Dios. “El Señor
–observa– no fuerza nunca la puerta: también Él pide permiso para entrar, pide
permiso, no fuerza la puerta”.
Así lo dice en
el libro del Apocalipsis: “Yo estoy a la puerta y llamo –imaginemos al Señor
que llama a la puerta de nuestro corazón–. Si alguien oye mi voz y me abre,
entraré en su casa y cenaremos juntos” (3,20). Y hacia el final del mismo
libro se profetiza sobre la futura Ciudad de Dios: “Sus puertas no se cerrarán
durante el día”, es decir, para siempre, porque “no existirá la noche en ella”
(21, 25).
La vida
contemporánea –continúa apuntando el Papa– ha traído la necesidad de cerrar, o
incluso blindar muchas puertas. Pero no sería bueno extender eso a toda nuestra
vida, en la familia y en la ciudad, en la sociedad y en la Iglesia: “Una
Iglesia que no es hospital, así como una familia cerrada en sí misma, mortifica
el Evangelio y marchita al mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia,
nada, todo abierto!
Profundiza
Francisco en el simbolismo antropológico de la puerta. “La puerta debe custodiar, cierto, pero no rechazar. La puerta no debe
ser forzada, al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece
en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión.
La puerta se abre frecuentemente, para ver si afuera hay alguien que espera, y
tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de tocar”.
Y mirando
nuestra situación actual, la de los cristianos y de la Iglesia, exclama:
“¡Cuánta gente ha perdido la confianza, no tiene la valentía de llamar a la
puerta de nuestro corazón cristiano, las puertas de nuestras iglesias, que
están ahí! No tienen la valentía, les hemos quitado la confianza”.
El Papa desea
llevar el significado de la puerta hasta su mismo centro: la persona de Jesús:
“Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluso aquella de nuestro
nacimiento y de nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: ‘Yo soy la puerta. El que
entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento’ (Jn
10, 9)”.
Jesús es la
puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un amparo, no
una prisión! La casa de Dios es un amparo, no es una prisión”. Los ladrones
tratan de evitar la puerta, a causa de sus malas intenciones. En cambio Jesús
es la puerta y su voz nos es familiar. Con él estamos salvados, podemos entrar
y salir sin peligro.
Aprovecha
Francisco para agradecer el trabajo de los que guardan las puertas en las
iglesias y en otras instituciones eclesiales, porque son capaces, por su
prudencia y amabilidad, con su sonrisa, de ofrecer una imagen de humanidad y de
acogida. En efecto, ellos están para facilitar que se abra la “puerta de la fe”
(Hch 14, 27) en el camino de la salvación; para que puedan recibir el anuncio
del Evangelio, como puerta de la palabra o de la predicación (cf. Col 4, 3).
El guardián de
las ovejas es también la Iglesia en su conjunto, en cada lugar y en cada
momento, que abre y hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas,
incluso aquellas perdidas en el bosque, que el buen Pastor ha ido a buscarlas.
Él guardián no las elige, son todas invitadas y elegidas por el Señor.
Y también la
puerta está en las familias. “La
Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta abierta o
cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene amparo, para quien huye
del peligro”. Por eso invita a que “las familias cristianas hagan del umbral de
sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la misericordia y de la acogida
de Dios”.
“Es así
–concluye el Papa– como la Iglesia deberá ser reconocida, en cada rincón de la
tierra: como la custodia de un Dios que toca, como la acogida de un Dios que no
te cierra la puerta en la cara, con la excusa que no eres de casa”.
Todo ello, y el
hecho mismo de que el Papa abrirá la Puerta Santa y con ella el Año de la
Misericordia, evoca que el Señor le dio a Pedro las llaves del Reino de los
cielos: el mayor poder, que es el servicio del guardián sobre la puerta (cf. Mt
16, 19).
La puerta del
templo que vio Ezequiel, al oriente, estaba cerrada (cf. Ez 44, 1-3). San
Ambrosio dice que representa a María, porque por ella entró Cristo, sol de
justicia (cf. De Virg. VII).
También con
referencia a María señala Newman que María es puerta del cielo, porque
por ella pasó el Señor del cielo a la tierra. El papel de María no fue
simplemente el de un instrumento pasivo. Ella dijo que sí, con plena
advertencia de su mente y consentimiento de su corazón, al Amor que le pedía
ser Madre de Dios. Asumió el más alto de los dones junto con el más difícil de
los deberes, como se manifestó al pie de la Cruz. “Fue por su consentimiento
como se convirtió en la Puerta del Cielo” (John H. Newman, Meditations
on the Litany of Loretto, II, 4: Janua coeli).
La Puerta Santa
que se abrirá en el Vaticano evoca, pues, la puerta de la gran Misericordia de
Dios. Y también la puerta de nuestro corazón, que ha de abrirse para recibir a
todos, de nuevo con palabras del Papa, “tanto para recibir el perdón de
Dios como para dar nuestro perdón y acoger a todos los que llaman a nuestra
puerta".
Fuente:
Catholic.net