En el evangelio del domingo pasado hay una afirmación, dicha como de pasada, que
manifiesta la complejidad de la sicología humana. Jesús, caminando con sus
discípulos, les comunica su destino de muerte y resurrección.
Ellos no entienden
nada y, en lugar de pedir aclaración, dice el evangelista que les «daba miedo
preguntarle».
¿Quién no ha tenida una experiencia semejante? Es el miedo a
conocer la verdad, la profundidad de la condición humana. Escuchamos palabras de
sabiduría, una predicación que nos conmueve, o sencillamente la experiencia de
alguien que despierta en nosotros temores o inseguridades, y percibimos de
inmediato que la verdad nos roza, nos acecha, y, en último término nos juzga.
Sentimos, en cierta medida, que los fundamentos de nuestra vida, que trascurre a
menudo por sendas de banalidad, pierden consistencia, se ven amenazados.
Si
alguien a nuestro lado, por ejemplo, tiene la libertad de confesar sus
debilidades, ¿no nos sentimos retratados en su misma confesión y comprometida
nuestra intimidad? Y si, por el contrario, nos revela su deseo de romper con una
vida cómoda, fácil y adocenada, ¿no escogemos el silencio ante el miedo de
preguntar por sus motivaciones y sentirnos arrastrados a hacer lo mismo? Nos da
miedo preguntar, porque, en
el fondo, tememos conocer la verdad que pueda sacarnos de nuestro
letargo.
Al escuchar a Jesús que habla de su destino de muerte y
resurrección, los apóstoles tienen miedo a preguntar. Se comprende este miedo
cuando, a renglón seguido, comienzan una discusión sobre cuál de ellos es el más
importante. Esa era su preocupación vital: ser importante. Se movían en un mundo
de aspiraciones terrenas, donde el afán de poder silenciaba otras cuestiones
cruciales de las que Jesús hablaba. Si preguntaban, podían quedar al descubierto
los secretos íntimos del corazón y aparecer sus verdaderas aspiraciones. Se
haría patente que seguían a Jesús por intereses mezquinos de ocupar los puestos
más importantes en el Reino que instauraba. Por eso no querían saber, ni
preguntar acerca del destino que esperaba a Jesús: un destino de servicio
humilde hasta la muerte. Se les podía aplicar el dicho de Baltasar Gracián: «Los
más en el mundo no conocen ni examinan lo que cada uno es, sino lo que parece».
No les importaba tanto lo que eran cuanto lo que parecían. De ahí el miedo a
preguntar.
El camino hacia la verdad se inicia perdiendo el miedo a
conocerla. Cuando Jesús pronunció la palabra «verdad» ante Pilato, éste preguntó
escéptico: ¿qué es la verdad?, pero no esperó la respuesta de Cristo. Le faltó
el valor de la mujer samaritana, que tampoco estaba dispuesta a dejar que Jesús
descubriera su intimidad y esquivaba entrar dentro de sí con otras cuestiones
superfluas. Hasta que Cristo, con tacto delicado, le hace entrar dentro de sí
misma y conocer la verdad de su vida. La única que nos hace libres.
El hombre está hecho para conocer la verdad y saciarse con ella.
Todo lo demás serán sucedáneos que nunca satisfacen y nos hacen perder la vida
sin mirar de frente a Dios y a nosotros mismos, que somos imagen y semejanza
suya. Por eso Jesús compara al hombre que busca la verdad con el comerciante de
perlas finas que, al encontrar una de gran valor, vende todo lo que tiene para
adquirirla. Ser sabio en la vida exige indagar, preguntar, perseguir la verdad.
Exige perder el miedo a esa vocación propia del hombre que consiste en entrar
dentro de sí sin miedo y responder a las preguntas ineludibles del corazón, esas
que silenciamos cuando percibimos que la verdad nos acecha y nos busca. Todo lo
contrario de lo que hicieron los discípulos: callar por miedo a saber. Y eso que
tenían delante al Verbo de Dios hecho carne.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Obispado de Segovia