La crisis de interioridad, diagnosticada por el filósofo italiano Sciacca, ha
llevado al hombre a vivir en la apariencia. No es actitud moderna, sino antigua,
la de ponerse máscaras de aquello que deseamos ser y no lo somos.
Las máscaras utilizadas en el teatro griego daban la apariencia de los
estados de ánimo, actitudes y caracteres que se buscaba representar. El hombre
es aficionado a «representar» ante los demás determinados papeles, en función de
los valores sociales en auge, aunque su corazón esté muy lejos de vivirlos. Se
vive en el reino de la apariencia, a la que se sacrifica tantas veces la verdad
interior.
La enseñanza de Jesús se orienta a vivir la pureza del corazón,
tan alejada de la pureza ritual cargada de preceptos sobre lavatorios de manos y
utensilios, que eran meras tradiciones humanas. «Dejáis a un lado, dice Cristo,
el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7,8).
El culto verdadero es lo más opuesto a la apariencia: es el culto en el espíritu
y la verdad del que Jesús habla con la samaritana. Por eso, reprueba el hacer
obras de culto —oración, limosna, ayuno— para ser vistos por los hombres. Y
critica al fariseo que se alaba a sí mismo por cumplir la ley mientras desprecia
al publicano con su juicio condenatorio. Al fariseo Simón, que se atreve a
juzgar a Jesús por su actitud con la mujer pecadora, Cristo le echa en cara la
frialdad con que le recibe en su casa, signo claro de una conciencia farisaica y
autocomplaciente de quien cree deber poco a Dios.
En el sermón de la montaña Jesús advierte a sus discípulos del
peligro de quedarse en una «justicia» exterior, centrada en las obras que no
nacen de un corazón puro. «Si vuestra justicia —dice Cristo— no es mayor que la
de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,29).
¿A qué justicia se refiere? Sin duda, a la que tiene como referencia el
comportamiento mismo de Dios y que se sintetiza en esta máxima: «Sed perfectos
porque vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). El hombre que aspira a
ser justo debe mirarse en Dios, a quien llamamos Padre, y reflejar en sus obras
su modo de ser, que es Verdad absoluta, ajena a toda apariencia. El peligro del
hombre está en vivir de la apariencia religiosa, ponerse la máscara de justo,
sin que el corazón se convierta a Dios. «No te fijes en la apariencia», dice
Dios a Samuel cuando le pide que busque un rey para Israel; y añade: «El hombre
mira la apariencia, Dios mira el corazón» (1Sm 16,7).
En el salmo 50, la Iglesia nos enseña a pedir a Dios un corazón
puro. Es el corazón que sólo Dios puede darnos, como dice Ezequiel, si dejamos
que nos arranque el corazón de piedra. Este es el don de la alianza de Cristo:
un corazón nuevo. El cristiano no debe temer la pérdida de la pureza interior
por las cosas que vienen de fuera, puesto que toda la creación es obra de Dios,
y, por tanto, buena. Debe temerse a sí mismo, cuando su corazón se tuerce, se
encierra en sí mismo y pretende aparecer lo que no es, como hacían los
hipócritas. La enseñanza de Jesús es clara: «Nada que entra de fuera puede hacer
al hombre impuro… todas las maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro»
(Mc 7,23). Vivir en la verdad es humillarse y reconocer, con la oración del
salmo, que sólo Dios puede crear en el hombre un corazón puro. ¡Quitarse la
máscara de la apariencia!
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia
