El fenómeno de la globalización no sólo ha hecho de nuestro mundo una
aldea global, sino también un templo global, donde habitan, como en el Olimpo,
los diferentes dioses. Muy a menudo se oye decir que todas las religiones son
iguales, porque, a pesar de sus diferencias, orientan al único Dios.
Dios, ciertamente, es uno solo, pues, si hubiera muchos, siempre habría uno
que superara a todos, como dice el argumento ontológico de san Anselmo: Dios es
el ser mayor que el cual nada puede pensarse. Por eso, sólo puede haber uno. En
este sentido, todos los que adoran a Dios, adoran al único que existe. Pero
dicho esto, hay que añadir que no todo concepto, idea o imagen de Dios es
igualmente válido ni aceptable por la razón. La lógica rechazaría de inmediato a
un Dios que fuera injusto, vengativo, carente de misericordia. O a un Dios que,
para ser feliz, abusara de los hombres.
Tampoco las religiones llamadas monoteístas tienen el mismo
concepto de Dios, aunque confiesen que sólo hay un solo Dios. Hoy se habla mucho
de las religiones del libro – judaísmo, cristianismo, islam – porque las tres
tienen un libro sagrado. Como si el libro fuera el común denominador de las
tres. En el cristianismo, esto es erróneo. Dios trasciende el libro —Antiguo y
Nuevo Testamento—, porque Dios es anterior a su palabra. Y, aunque la Sagrada
Escritura es Palabra de Dios, ésta no agota el misterio de Dios. Dios no
permanece encerrado en la revelación escrita, sino que continúa hablando y
actuando en el mundo trascendiendo siempre su palabra. Como decía san Juan de la
Cruz, Dios nos ha dicho todo en su Hijo. Y el Hijo no es un libro.
Entonces, ¿cuál es la imagen cristiana de Dios? Sencillamente la
del Dios-Trinidad, cuya fiesta celebramos hoy. El hombre jamás habría llegado a
este concepto si Dios no se hubiera revelado a sí mismo. Porque Dios no es un
invento del hombre, ni una creación intelectual o estética de nuestra razón.
Dios se ha revelado a sí mismo y nos ha hablado de sí creando al hombre y
redimiéndole. Dios está en el comienzo de nuestra historia; ha intervenido en
ella llamando a Abrahán, a los patriarcas y profetas; y finalmente, enviando al
Hijo, que a su vez, resucitado de entre los muertos, derrama sobre nosotros el
Espíritu. Muchos piensan que la Trinidad es irreconciliable con el Dios único.
Pero no es así. Los teólogos no explican plenamente su misterio, pero la
grandeza del Dios cristiano, estriba en esta comunión de personas, que,
amándose, forman su admirable e indestructible unidad.
Decía san Agustín: «ves la Trinidad si ves el amor». Dios es amor hacia el
interior de sí mismo: el Padre, el Hijo y el Espíritu se aman entre sí de modo
infinito. Y Dios es amor hacia fuera de sí: por eso creó el mundo y el hombre. Y
en el hombre estampó su propia esencia: el amor y la llamada a la comunión con
todos los seres humanos. Decía san Ireneo de Lyon que el Hijo y el Espíritu son
las manos del Padre con las que nos ha creado a su imagen y semejanza. El Dios
cristiano no está aislado en su mismidad, en un individualismo absoluto. Es un
Dios-comunión, que vive dándose eterna y felizmente en cada persona de la
Trinidad y ha querido dejar en el hombre su impronta más pura: la impronta del
amor, que no se cierra en sí mismo, sino que se entrega con pasión infinita por
hacer de toda la humanidad una sola y única familia de Dios. Por eso, quien ve
la Trinidad, ve el Amor, que es una comunión de personas.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia