Con
motivo de la fiesta del mártir San Sebastián, santo patrono de arqueros (murió
por disparos de flechas), atletas, deportistas, y de la diócesis del mismo
nombre, el obispo José Ignacio Munilla ha predicado en la catedral ante las
autoridades civiles reprobando tanto el fundamentalismo islámico y el fanatismo
religioso como el fanatismo laicista.
Reproducimos aquí íntegra su
clarificadora homilía.
En realidad, es la muerte de Cristo la
que resulta luminosa, porque los mártires no han hecho sino intentar reproducir
y aplicar las actitudes de Cristo crucificado en sus propias
circunstancias.
En efecto, la muerte de Jesucristo no solo es fuente de
vida eterna para nosotros, sino que también es un modelo aleccionador sobre cómo
afrontar la hora de la prueba: El Señor no devolvió mal por mal; murió
perdonando a sus verdugos, e incluso murió obteniendo la conversión de
alguno de ellos (como es el caso del centurión romano que estaba presente en el
momento de la crucifixión).
De esta forma, Jesús nos descubre en qué
consiste el verdadero martirio: Mártir es el que da la vida por amor; el
que está dispuesto a perder la vida con minúscula, antes de perder la
Vida con mayúscula; el que testimonia que Dios es amor, y que no hay
amor más grande que dar la vida por aquel a quien se ama (a Dios, sobre
todas las cosas; y al prójimo, como a uno mismo).
Pues bien, el martirio de San Sebastián, que es el
martirio de Jesucristo, alcanza una particular luminosidad por la actualidad del
terrorismo yihadista.
En efecto, el término “mártir” está siendo
deformado, hasta llegar a ser considerado sinónimo de un fanatismo
seudoreligioso que impulsa a la inmolación en atentado terrorista.
Se trata de una perversión del término, ya que aquí el “mártir” deja de
ser víctima, para pasar a ser verdugo; deja de tener el amor como motor de su
vida, para cambiarlo por el odio; su mensaje final deja de ser el del perdón, y
pasa a ser la venganza…
Lamentablemente, el inicio del año 2015 se ha
visto convulsionado por los atentados del terrorismo yihadista en el corazón de
Europa. La opinión pública se ha conmocionado, y los periódicos y las tertulias
se han prodigado como nunca, queriendo entender y valorar lo ocurrido.
Por desgracia, parece que no terminamos de ser conscientes del drama de
la vida, mientras que no acontezca en casa. Arrastramos una visión miope de la
historia y de la geografía, por motivo de nuestro eurocentrismo. Sin
embargo, ¡hay vida más allá de nuestras fronteras!: el ébola existía
antes de que alguien de entre nosotros se contagiase; el drama humano
de los subsaharianos existía antes de que las pateras llegasen a nuestras
costas; y los cristianos estaban siendo perseguidos en Oriente desde
hacía mucho tiempo; antes de que nosotros nos sintiésemos amenazados en
Europa…
Lo acontecido en las semanas precedentes, deja patente el riesgo
de un choque de trenes entre un Oriente amenazado por el fundamentalismo
fanático, y un Occidente amenazado por el relativismo
laicista.
Sí, se trata de dos modos muy diversos de
fundamentalismo, pero, ambos errados.
Y, es obvio que quienes vivimos en
Europa, identificamos con mucha mayor facilidad el fundamentalismo de Oriente,
que el de casa… Sin embargo, en estos días hemos sido testigos de diversos
signos que evidencian la existencia también de ese fundamentalismo
occidental:
Por ejemplo, el hecho de que se haya pretendido
reivindicar el derecho a la blasfemia, como algo inherente al concepto
occidental de libertad, es muestra de nuestra profunda crisis de
relativismo, además de ser un profundo error desde el punto de vista
estratégico, ante el resto del mundo.
Sería terrible tener que
elegir entre una fe patológica y un laicismo blasfemo e
irrespetuoso.
Otro signo que hemos escuchado con frecuencia tras
el atentado de París, es la acusación al hecho religioso de ser la causa de la
violencia: la raíz de la violencia estaría en las religiones. Según esta
acusación, la fe religiosa se creería en posesión de la verdad, de donde nacería
toda violencia. En definitiva, la acusación de Marx de que la religión es el
opio del pueblo, sería cierta, por lo que el mundo estaría condenado a seguir en
guerra mientras la humanidad no superase el hecho religioso.
Pero claro,
quienes hacen este tipo de reflexiones antirreligiosas, olvidan que en la
historia de la humanidad se ha ejercido la violencia en nombre de Dios; como
también se ha ejercido la violencia en nombre del ateísmo (al grito de
“la religión es el opio del pueblo”, decenas de millones de personas fueron
asesinadas en el siglo XX); como también se ha ejercido la violencia en
nombre de la libertad (¡recordemos la guillotina francesa!); o en nombre
de la raza, del dinero, del deporte, etc.
Y es que… ¡todo son
excusas para eludir la propia responsabilidad!
Las causas esgrimidas para justificar la violencia son
una mera coartada; olvidando que el egoísmo, el materialismo, la soberbia, el
deseo de poder, los celos, la envida… son las verdaderas causas de la
violencia.
Mención aparte merece el hecho de que ese choque de trenes
entre el fundamentalismo occidental y el oriental, se agrava por las
políticas internacionales de los países occidentales, que por ignorar el
hecho religioso, han cometido errores gravísimos, los cuales no han
hecho sino dar alas a los fanatismos religiosos en Oriente.
En
definitiva, la manera de luchar contra el yihadismo no puede ser la burla del
hecho religioso, ni la reivindicación de una libertad de expresión para faltar
al respeto.
Nuestro Papa Francisco ha tenido la valentía de decir
en el contexto de su viaje a Asia, que la libertad de expresión tiene sus
límites.
Sus palabras han sido criticadas, pero sin duda
alguna, aportan una bocanada de aire fresco en medio de la confusión: La
religión se pervierte cuando justifica la violencia; y la libertad de expresión
se corrompe cuando falta al respeto…
Entre una fe fanática y
patológica, por un lado; y un materialismo hedonista e irrespetuoso del hecho
religioso, por otro; sencillamente no queremos
elegir.
La alternativa al fundamentalismo yihadista no
es la blasfemia ni el relativismo de una sociedad sin valores
espirituales, sino una sociedad abierta al verdadero sentido religioso de la
vida, en la que se practique el respeto, el encuentro y el diálogo entre todas
las religiones, así como el encuentro y diálogo constructivo entre creyentes y
no creyentes.
Y volviendo a la fiesta que nos convoca, la figura de San
Sebastián dignifica al verdadero mártir: el que no responde al mal con la misma
moneda; el que muere perdonando; el que testifica que hay valores demasiado
importantes como para regatearles el precio.
La mayor aportación a la paz
que podemos hacer en este momento los cristianos, es comprometernos a
desterrar de nuestro interior todo odio, todo rencor, todo racismo, toda
antipatía. En definitiva, trabajar para que reine en nosotros el amor
que inundó a nuestro santo patrono. ¡San Sebastián, ruega por
nosotros!
Fuente: ReL
