En aras de la caridad, los cristianos no deberíamos dejarnos pisar de esta manera. No es solo una cuestión de dignidad. Cuando dejamos que nos pisen, hacemos peores a nuestros agresores
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| El Debate |
Hemos tenido
noticia de la reciente selección del proyecto con el que el Gobierno actual de
España pretende intervenir en el Valle de los Caídos, de cara a su resignificación.
Según se ha difundido, tal proyecto contempla la construcción de un museo
subterráneo en la explanada de la basílica, conectado a esta mediante
una gran escalinata que anularía el acceso actual. Entendemos así que el grueso
de las obras se realizaría fuera del recinto de la basílica, si bien el acceso
a ella quedaría en adelante en manos del museo.
Siendo este el
proyecto, y dada la determinación del Gobierno por llevarlo a cabo, veo que no
faltan hermanos en la Iglesia, para quienes esta intervención no
supondría una alteración esencial de la basílica. Según ellos, la
cantidad de superficie afectada va a ser pequeña en relación al total, y todo
apunta a que la celebración de la eucaristía va a seguir siendo posible.
Parecen entender así que dicho proyecto estaría garantizando unas condiciones
mínimas en el uso del templo, por lo que los cristianos deberíamos
sentirnos conformes. A estos hermanos de espíritu conciliador,
sin embargo, me gustaría hacerles ver lo siguiente:
Primero: Los objetos
destinados a la liturgia no son susceptibles de ser resignificados,
si queremos que sigan siendo tales, pues su aptitud para el uso sagrado queda
comprometida cuando expresan valores contrarios o extraños al mismo. Esto es lo
que sucede, por ejemplo, cuando se emplea un cáliz en un
banquete profano. Sucede que este cáliz queda resignificado como mero
contenedor de líquidos, de manera que la Sangre del Señor queda equiparada a
cualquier otra bebida. Sucede algo ofensivo contra la dignidad de la Eucaristía
y se transmite además una idea equivocada de su naturaleza excepcional. Algo
parecido ocurre cuando se toma como cáliz un simple vaso de cartón.
Ocurre que ese vaso, que asociamos al consumo de refrescos, contradice la
calidad infinita de su contenido. También en este caso se da violencia contra
la Sangre del Señor, que merece el más noble de los vasos, y una pedagogía
confusa sobre su precioso valor.
Vemos, pues, que hay
un nexo profundo en los objetos litúrgicos entre lo que son y lo que
significan: Un cáliz debe parecer que lo es y no debe emplearse de manera que
parezca otra cosa. Por esta razón, la Iglesia vigila que todo lo relacionado
con el culto posea la dignidad adecuada y exprese el valor de
aquello a lo que sirve; y lo bendice además mediante una ceremonia de
consagración que lo aparta de cualquier uso profano. Cuando no se respeta el
sentido de la consagración, hablamos de «profanación», que puede traducirse como violencia
contra las cosas sagradas.
Segundo: Una iglesia,
cualquiera que sea su categoría, no es en realidad más que un inmenso
objeto litúrgico. Y, dada su trascendencia para la vida de la Iglesia, las
condiciones que se exigen a cualquier objeto mueble se le aplican con la mayor
exigencia. Con esta intención, la consagración de una iglesia se realiza en una
ceremonia específica de la mayor solemnidad, conocida como «dedicación»,
reservada al obispo. A partir de entonces, deben evitarse utilizaciones que
deformen su comprensión como edificio sagrado, que induzcan a pensar que el uso
sagrado es uno más posible entre otros, al mismo nivel que ellos.
En el caso que nos
ocupa, las cosas van más lejos, dado que el monopolio del acceso a la basílica
por el museo supone convertir esta en una pieza más de su colección, vertiendo
además sobre ella todo el significado negativo de lo que se pretende criticar.
Para el visitante, entonces ese edificio no va a ser otra cosa que el
testimonio de una época oscura de nuestra historia. Y la
celebración de la Eucaristía en ese marco tenebroso, en consecuencia, va a ser
percibida como una práctica teñida de culpabilidad. El más precioso
de nuestros bienes, en efecto, va a quedar resignificado como
un mal. Por eso, en mi opinión, en esas condiciones, no debería celebrarse.
Tercero: Una iglesia,
además, es un organismo unitario, en el que sus partes están
armónicamente relacionadas, de manera que no cabe actuar en una parte sin que
eso afecte al conjunto. De manera especial, en el plano del significado. En lo
que toca a las puertas, más allá de su valor funcional, estas poseen un
contenido simbólico de primer orden, relacionado con el simbolismo general del
edificio. Representan nada menos que a Jesucristo, quien se
presenta a Sí mismo como la Puerta, con mayúscula. Como una
puerta absoluta para el Reino de los cielos, que excluye todo acceso
alternativo, y ante la que solo cabe situarse con humildad y rectitud de
intenciones.
Por eso, a una
iglesia solo se puede entrar con la debida reverencia y por una verdadera
puerta, y no, como en el caso que nos ocupa, por una grieta en el suelo.
Y que me perdonen si digo que, desde el imaginario tradicional de la Iglesia,
tal conexión con las entrañas de la tierra solo sugiere el asalto de las
fuerzas del Inframundo, burlando las murallas de la Ciudad Celeste.
Cuarto: El respeto
a la arquitectura sagrada no es una cuestión menor, reservada a
liturgistas quisquillosos. Y en este sentido, viene a cuento recordar la
actitud mostrada por Jesús en el episodio de la purificación del Templo, al
parecer, resignificado por la presencia masiva de mercaderes
en su explanada, precisamente delante de sus puertas. Parece que, para el
Maestro, tal invasión deformaba la comprensión del venerable edificio, y
afectaba por ello a lo profundo de su ser. Suponía, según sus palabras, la
transformación de la casa de su Padre en una cueva de bandidos, lo
que inhabilitaba aquella casa como lugar de oración para todos los pueblos. Y
ya conocemos el grado de dureza que llegó a mostrar para restituir el edificio
a su significado original, sin parangón en el resto de la historia evangélica.
Cabría, sin embargo, preguntarse hasta dónde hubiese llegado Jesús, de haber
encontrado a los mercaderes invadiendo con sus puestos el interior del
edificio.
Y quinto, lo que tantos han
señalado en los últimos meses: La pretendida resignificación no
solo violenta un espacio que los cristianos consideramos sagrado, sino
que reaviva además un enfrentamiento que la mayoría de los
españoles queremos dejar atrás. Porque, en efecto, aun de manera difusa, sigue
habiendo dos Españas, herederas de las que se enfrentaron en la Guerra Civil, y
resulta que cada una tiene su versión de los hechos. Y ocurre que, cuando una
trata de imponer su relato a la otra, obliga a esta a defenderse.
Lo prudente
entonces sería procurar que esta «guerra sobre la guerra» no se extendiera más
allá del ámbito académico, pero ya vemos que no es esa la intención de nuestro
Gobierno. El museo que pretende instalar en el Valle supone una abierta toma de
partido, y la decisión de usarlo como puerta de la basílica no significa otra
cosa que su deseo de humillar a los que considera sus enemigos. Recuerda al
famoso yugo de las Horcas Caudinas, levantado por aquellos
samnitas, enemigos de los romanos, con el único fin de humillarlos tras su
derrota. Cabe suponer que tal arbitrariedad añadida no ayudó mucho a conseguir
una paz duradera.
En resumen, a mis
hermanos en Cristo quisiera hacerles ver que el proyecto de resignificación supone una
profanación en toda regla de la basílica, con independencia de los metros
de superficie profanada, que violenta especialmente el significado cristiano de
sus puertas e impone un trato vejatorio a los visitantes, obligándoles
a recibir una pedagogía tan discutible como no deseada. Por lo demás,
creo que, en aras de la tan deseada reconciliación, deberían ser retirados los
símbolos del régimen anterior que aún subsistan, para que el protagonismo de la
Cruz sea de verdad indiscutible. Para que todos los españoles, creyentes o no,
podamos reconocer en ella el más universal de los símbolos de paz. Pero creo
también que, en aras de la caridad, los cristianos no deberíamos
dejarnos pisar de esta manera. No es solo una cuestión de dignidad. Cuando
dejamos que nos pisen, hacemos peores a nuestros agresores.
Arturo Portabales es sacerdote de la Archidiócesis de Madrid
Fuente: El Debate
