LA PIEDAD: UN DON POCO CONOCIDO

La piedad es aquella virtud que nos dilata el corazón para que pueda unirse coherentemente a lo que dicen nuestros labios

La oración es ciertamente la regla de oro de la vida cristiana, sin la cual todo cuanto hacemos es completamente inútil por estar desligado de su fuente y su fin que es Dios. 

Sin embargo, a lo largo de la historia muchas han sido las manifestaciones de esta necesidad y anhelo de hacer oración, y así los distintos libros de espiritualidad nos dirán que existen algunos tipos de oración (agradecimiento, contemplación, petición, etc.) sin embargo, cualquiera de ellos requiere de algo muy particular e importante, tan importante que lo consideramos uno de los dones del Espíritu Santo: la piedad. 

Desgraciadamente, este don suele ser muy poco conocido, y si en algo se conoce, suele ser también muy mal entendido…

¿Qué es la piedad?

La piedad es aquella virtud que nos dilata el corazón para que pueda unirse coherentemente a lo que dicen nuestros labios en la oración, en otras palabras, para poder amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas [1]. Además, nos permite tener una tierna devoción a las personas y a las cosas de Dios: a la Virgen, los ángeles y santos, la Sagrada Escritura, la Iglesia, al Papa y a los instrumentos de Dios (sacerdotes, religiosas, etc.)

Como todo don, la única forma de obtenerlo es pidiéndoselo a Dios con una fe viva, y en esto hay que ser muy claros, pues hay quienes cometen el gigantesco error de pensar que ésta es una virtud que podemos obtener por nuestras propias fuerzas. De allí es que se derivan ciertos actos perjudiciales en la vida espiritual como la de “fingir” ciertas posturas interiores y exteriores, que lejos de acercarnos al Señor nos alejan incluso hasta de nosotros mismos.

Por otro lado, santo Tomás profundizando esta virtud, no duda en ponerla en relación con la caridad, diciendo que la virtud es como “cierto testimonio de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria” [2], ayudándonos a comprender a su vez, que la piedad no es solamente referida a nuestra relación con Dios, sino también sobre los frutos de la misma en los demás, dando gloria a Dios de manera concreta a través del amor y respeto a las leyes civiles y a la justicia que debemos a los demás.

En este artículo he querido referirme concretamente a la piedad como la virtud que rige nuestra relación con Dios, y de ésta definición he querido profundizar ciertas actitudes internas y externas que pueden contaminar nuestra vida espiritual, sobre todo desviándonos de la verdadera piedad que infunde el Señor, y confundiéndola con nuestras ideas y criterios de virtud.

Los enemigos de la piedad

La dureza de corazón

Tal vez producida por la reincidencia del pecado. Ésta es una realidad penosa a la que todos estamos sujetos. Llega un momento en que nos hemos acostumbrado tanto a pecar, que hemos permitido que se forme una coraza alrededor de nuestro corazón, volviéndolo inmune a la gracia de Dios y a los afectos en la oración. Después de todo, es por esta dureza de corazón que la Ley tuvo que ser perfeccionada por el Señor [3] cuando del amor se trataba.

El sentimentalismo

Muchas cometen el error de pensar que la piedad está estrictamente relacionada con el sentir. De allí que muchas veces se buscan los sentimientos en la oración, como un fin más que como un medio. Esto se cura rápidamente admitiendo el único criterio que debe regir nuestra vida espiritual: es Dios quien comunica los afectos, y así es Dios quien nos permite llegar a Él de la manera en que Él considera conveniente. San Agustín lo decía con mayor claridad en sus Confesiones cuando expresaba: “(…) si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo Tú, sino levantándonos a nosotros.” [4].

Superficialidad y materialismo

Es evidente que si tenemos un corazón atado a los bienes de esta tierra es imposible que podamos contemplar los bienes celestiales y mucho menos a Aquél de quien provienen todos los bienes. Una persona que está acostumbrada a vivir de forma mundana, viviendo para sí mismo y sus placeres, reflejando a la perfección a aquellos de quienes san Pablo dice que su Dios es el vientre y su apetencia lo terreno [5] le será imposible contemplar lo espiritual.

La pereza

Ciertamente que dependemos de Dios, sin embargo esto no quiere decir que debamos caer en una especie de quietismo o una espera pasiva, ya que el Señor pide nuestra colaboración con su gracia. Es evidente que si postergamos nuestro encuentro con Dios por preferir la comodidad y la mediocridad, difícilmente la gracia de Dios podrá actuar en nosotros. Contra esto, un claro un remedio propuesto por la Iglesia – y bastante efectivo además – es el rezo de la Liturgia de las Horas [6]. No hay mejor manera de vencer la pereza espiritual que sujetándose a un régimen de oración que obedezca a horas específicas.

La envidia y la soberbia

No podía faltarnos aquél pecado por excelencia que es la soberbia, en otras palabras, la incapacidad de ver la realidad no a partir de nosotros, sino en función de Dios. Es increíble la cantidad de cristianos que, guiados por el veneno de la envidia, critican duramente a quienes se dedican con fervor a la oración. No falta quienes gustan de etiquetar a otros – de manera despectiva por supuesto – de “piadositos” o “santurrones” por dedicarle mucho tiempo a la oración. Una manera bastante particular de atacar duramente a quienes poseen lo que a ellos les falta. Suele existir como razón de trasfondo, un intento desesperado por querer justificar la falta de amor y devoción que experimentan algunos en su interior, ridiculizando la vida de oración de otros.

La falsa piedad

La verdadera piedad requiere de una sinceridad con nosotros mismos y con los demás (dado que a Dios no lo podemos engañar ni queriendo), de manera que es fundamental deshacernos de ciertas posturas y actitudes que pueden dañar gravemente nuestra relación con Dios e introducirnos un criterio de falsa piedad. Sobre esto, el Papa Francisco lo retrató con mucha claridad al decir que la piedad no es poner “cara de estampita” o fingir ser santo [7], sino una verdadera consciencia de nuestra dependencia de Dios.

El fingimiento es siempre una tentación en la vida espiritual. Es la constante búsqueda de valoración humana que nos lleva a adoptar posturas fingidas para reflejar ante los demás algo que, aunque no experimentamos, nos atrae el reconocimiento vano y fugaz de quienes nos observan hacer oración. Aunque es imposible juzgar si tal o cual persona está fingiendo una verdadera oración – y que además no nos compete juzgarlo –, esto debe llevarnos a reflexionar sobre si nosotros lo estamos haciendo.

Muchas veces podemos adoptar posturas físicas que, lejos de ayudarnos en la vida de oración, nos distraen y nos atraen pensamientos como aquél de “¿cómo me están viendo los demás?” o “mejor me quedo más tiempo con los ojos cerrados para que vean que rezo mucho” … Por ridículos que suenen estos pensamientos, increíblemente suelen ser los más comunes. De esta manera podemos darnos cuenta también, de que las tentaciones también se dan en la vida de oración y no solamente en los actos externos.

Por último, también puede sucedernos, que a consecuencia de esta sociedad materialista que se ha esforzado por endiosar a la razón, caigamos en la tentación del intelectualismo, pretendiendo racionalizar y entender a Dios, convirtiendo la oración en una especie de “estudio sistemático de Dios”… tanta es nuestra fragilidad, que muchas veces pretendemos adaptar a Dios a nuestros esquemas mentales, asumiendo que Dios “debería” actuar de tal manera o pensar de tal otra, cuando claramente las Escrituras nos dicen: “porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” [8]. Muchas veces la soberbia de nuestra razón no nos permite comprender que Dios nos aventaja con una distancia infinita.

Conclusión

Cuanta más caridad y amor de Dios tenga un alma, más sensible será a los intereses de Dios y del prójimo. Es necesario que aprendamos a llorar nuestros pecados, así sea al menos en el corazón, de manera que podamos ser conscientes de nuestra miseria. Desde allí, habremos de encontrarnos con Aquél que sana y salva con la fuerza de su poder, con Aquél que viene al auxilio de nuestra naturaleza caída, para elevarnos hacia sí.

¡Dios los bendiga!

[1] Det 6, 4
[2] Summa Theologiae, II-II, q. 101, a. 3.
[3] Mt 19, 8
[4] San Agustín, Confesiones, Lib. I, Cap. III.
[5] Flp 3, 19
[6] A continuación pueden encontrar una guía de qué es y cómo se rezan: http://www.diocesisdecanarias.es/formacion/formacionespiritual/liturgia-de-las-horas-la-oracion-de-la-iglesia.html
[7] Papa Francisco, Audiencia General del miércoles 4 de junio de 2014
[8] Is 55, 8

Por: Steven Neira

Fuente: CapsulasDeVerdad.com