Dos términos diametralmente opuestos son el pecado y la esperanza; sin embargo, la relación que hay entre ellos la da Dios
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monshtein |
No podríamos
pensar en una relación entre dos términos más opuestos: el pecado y la
esperanza. Porque, de entrada, el pecado representa la pérdida de la esperanza
en obtener la salvación prometida por Cristo para los que creen en Él y siguen
sus mandamientos.
Por eso,
encontrar que existe relación entre ambos resulta chocante para el cristiano
que se esfuerza por hacer la voluntad de Dios. Sin embargo, para el pecador
empedernido que se ha encontrado con Cristo es una verdad sublime.
Conciencia
del pecado
San Juan Pablo
II meditó en la audiencia general del 8 de mayo sobre la actitud del
hombre acerca de la conciencia del pecado, tomado como referencia el salmo
50 (51). Este es un primer paso a la conversión:
"El
salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar: 'Reconozco
mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que
aborreces' (Sal 50, 5-6).
Así pues, entra
en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente
el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y
lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida
alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión
radical de cambio.
Después, el
Santo Padre se refirió al remordimiento como siguiente paso, al poner
"ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido":
.".. los
repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos,
entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen
descanso mis huesos a causa de mis pecados". Por consiguiente, el
reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad
adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios" (n. 2).
La esperanza
del perdón de Dios
En este punto,
el pecador sabe que ha ofendido a Dios y que requiere de su perdón. Este es el
sublime momento en el que recupera la esperanza, porque Dios lo ama y desea que
se salve.
San Juan Pablo
II lo expone así:
" ...la
confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el
terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación,
de la liberación y de la nueva creación" (n. 5).
La esperanza
del pecador en el perdón divino le devuelve la vida y la certeza de que, sin
importar cuán grande haya sido su pecado, Dios siempre estará esperándolo con
los brazos abiertos si se arrepiente de corazón.
Esta es,
entonces, la relación más extraña, pero también la más consoladora para quienes
aún batallamos en este mundo. No lo olvidemos nunca.
Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia