Las vacaciones familiares: una especie de liturgia sin templo, pero sagrada; un santuario portátil donde el amor cotidiano se viste de tiempo compartido
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New Africa | Shutterstock |
Las vacaciones
no son un lujo frívolo ni un simple paréntesis en el calendario laboral: son un
acto profundamente humano y divino. Porque descansar no es detenerse, sino
entrar en otro ritmo: el del corazón, el de la ternura, y la escucha.
No es
casualidad que la Biblia, al narrar la obra de la creación, culmine con un día
de reposo. "Y el séptimo día, Dios descansó de todo lo que había
hecho". Ese descanso no fue fatiga divina, sino contemplación amorosa:
Dios se detuvo no porque estuviera cansado, sino porque quiso gozar de lo
creado, saborearlo, bendecirlo en su plenitud.
El descanso
auténtico
El teólogo
católico Josef Pieper, en su obra El ocio y la vida
intelectual, plantea que el descanso —el verdadero y profundo— no
es mera evasión, sino un acto contemplativo.
"Solo
quien ha comprendido la sacralidad del ocio, puede entender el alma del
descanso", dice Pieper. Y es que el descanso auténtico no es hacer nada,
sino abrirse a todo lo que no cabe en la prisa: la belleza, el juego, la
música, la risa sin motivo y el silencio compartido con afecto.
En ese sentido,
las vacaciones familiares son una pequeña Pascua, una fiesta de la convivencia.
Es una forma de resistencia espiritual ante un mundo que todo lo mide por
productividad. En familia, descansar es revalorarse mutuamente, reconectar los vínculos
que la rutina a veces desgasta y redescubrir la alegría de simplemente estar
juntos.
Una
pedagogía del amor cotidiano
Viajar en
familia, organizar una escapada, improvisar una caminata al atardecer o un día
de campo no es simplemente llenar álbumes de recuerdos: es sembrar raíces en el
alma de los hijos.
Para los
adolescentes, que muchas veces sienten que los adultos están atrapados en sus
propios mundos laborales, las vacaciones ofrecen el regalo de una presencia
distinta. No se trata solo de estar ahí, sino de "ser ahí": escuchar
con el alma, compartir sin juicio, jugar con ellos sin máscaras ni roles
rígidos.
Para los más
pequeños, cada aventura familiar es un descubrimiento del mundo, pero también
de sus padres y hermanos. Es allí, en medio de una fila para entrar a un museo
o caminando bajo la lluvia inesperada, donde se ejercita la paciencia, se
practica la tolerancia, se afina el arte de la espera y el cuidado mutuo.
Tiempo en
familia
Las vacaciones
familiares suelen ser la oportunidad para practicar la empatía, en saber ceder,
en tener paciencia, en dejar el último pedazo de pan para otro, en ayudar a
cargar una mochila. Son como pequeños ejercicios de comunión, que sin saberlo,
enseñan a los hijos a ser más humanos.
Salir del
espacio habitual es también un modo de mirarnos desde otros ángulos. Al vernos
a la luz de otros paisajes, en medio de nuevos sonidos y colores, descubrimos
otras facetas de quienes nos rodean.
No se trata
de ir lejos, sino de llegar cerca.
No hace falta
cruzar continentes ni vaciar los bolsillos para tener unas vacaciones sagradas.
Basta la voluntad de detenerse, de mirar a los ojos, de dejar que el tiempo se
convierta en aliado y no en enemigo. A veces una tarde en el parque, una cena
bajo las estrellas o una charla improvisada en una excursión, valen más que
estar en hoteles caros.
El secreto está
en consagrar ese tiempo, en entregarse sin defensas a la experiencia
compartida. En hacer del descanso un acto de fe, una oración encarnada, una
celebración del amor que, como Dios, también "descansa" cuando nos
encuentra unidos.
Guillermo
Dellamary
Fuente:
Aleteia