VACACIONES EN FAMILIA: UN ALTAR DE COMUNIÓN Y DESCANSO

Las vacaciones familiares: una especie de liturgia sin templo, pero sagrada; un santuario portátil donde el amor cotidiano se viste de tiempo compartido

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Las vacaciones no son un lujo frívolo ni un simple paréntesis en el calendario laboral: son un acto profundamente humano y divino. Porque descansar no es detenerse, sino entrar en otro ritmo: el del corazón, el de la ternura, y la escucha. 

No es casualidad que la Biblia, al narrar la obra de la creación, culmine con un día de reposo. "Y el séptimo día, Dios descansó de todo lo que había hecho". Ese descanso no fue fatiga divina, sino contemplación amorosa: Dios se detuvo no porque estuviera cansado, sino porque quiso gozar de lo creado, saborearlo, bendecirlo en su plenitud.

El descanso auténtico

El teólogo católico Josef Pieper, en su obra El ocio y la vida intelectualplantea que el descanso —el verdadero y profundo— no es mera evasión, sino un acto contemplativo.

"Solo quien ha comprendido la sacralidad del ocio, puede entender el alma del descanso", dice Pieper. Y es que el descanso auténtico no es hacer nada, sino abrirse a todo lo que no cabe en la prisa: la belleza, el juego, la música, la risa sin motivo y el silencio compartido con afecto. 

En ese sentido, las vacaciones familiares son una pequeña Pascua, una fiesta de la convivencia. Es una forma de resistencia espiritual ante un mundo que todo lo mide por productividad. En familia, descansar es revalorarse mutuamente, reconectar los vínculos que la rutina a veces desgasta y redescubrir la alegría de simplemente estar juntos.

Una pedagogía del amor cotidiano

Viajar en familia, organizar una escapada, improvisar una caminata al atardecer o un día de campo no es simplemente llenar álbumes de recuerdos: es sembrar raíces en el alma de los hijos. 

Para los adolescentes, que muchas veces sienten que los adultos están atrapados en sus propios mundos laborales, las vacaciones ofrecen el regalo de una presencia distinta. No se trata solo de estar ahí, sino de "ser ahí": escuchar con el alma, compartir sin juicio, jugar con ellos sin máscaras ni roles rígidos.

Para los más pequeños, cada aventura familiar es un descubrimiento del mundo, pero también de sus padres y hermanos. Es allí, en medio de una fila para entrar a un museo o caminando bajo la lluvia inesperada, donde se ejercita la paciencia, se practica la tolerancia, se afina el arte de la espera y el cuidado mutuo.

Tiempo en familia

Las vacaciones familiares suelen ser la oportunidad para practicar la empatía, en saber ceder, en tener paciencia, en dejar el último pedazo de pan para otro, en ayudar a cargar una mochila. Son como pequeños ejercicios de comunión, que sin saberlo, enseñan a los hijos a ser más humanos.

Salir del espacio habitual es también un modo de mirarnos desde otros ángulos. Al vernos a la luz de otros paisajes, en medio de nuevos sonidos y colores, descubrimos otras facetas de quienes nos rodean.

No se trata de ir lejos, sino de llegar cerca.

No hace falta cruzar continentes ni vaciar los bolsillos para tener unas vacaciones sagradas. Basta la voluntad de detenerse, de mirar a los ojos, de dejar que el tiempo se convierta en aliado y no en enemigo. A veces una tarde en el parque, una cena bajo las estrellas o una charla improvisada en una excursión, valen más que estar en hoteles caros.

El secreto está en consagrar ese tiempo, en entregarse sin defensas a la experiencia compartida. En hacer del descanso un acto de fe, una oración encarnada, una celebración del amor que, como Dios, también "descansa" cuando nos encuentra unidos.

Guillermo Dellamary 

Fuente: Aleteia