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Carlos Mira |
Así es estar casada con un clérigo, «una vocación de dos
donde solo se llama a uno». Para la esposa, «un ministerio dentro de otro
ministerio»
Durante su visita semanal a la Ultreya de Nuestra Señora del
Aire, Roberto Gómez salió a ofrecer su testimonio a la comunidad de Cursillos de Cristiandad. Entre los asistentes se
encontraba Tamara Suquet, su esposa, miembro también del movimiento. «Allí, le
contó a todo el mundo y también a mí que le parecía que el Señor le estaba
llamando al diaconado permanente», recuerda ella, enfermera de profesión, en
conversación con ECCLESIA. «Mi reacción inicial fue una montaña rusa. Entre la
sorpresa, sentí que aquello me acercaba a Dios; me dio mucha alegría y lo viví
con ilusión… al principio. Luego, ha sido y sigue siendo un camino arduo, en el
que hemos pasado todas las etapas, de más entrega a menos comprensión, en el
que he ido aceptando y amando su vocación. Sobre todo, me he dado cuenta de que
no tengo razones de peso para pedirle que no se ordene. Quizás por egoísmo, le
he pedido muchas veces al Señor que me diera esas razones y no me ha dado
ninguna. Así que yo no puedo ser un obstáculo en el camino de santidad de mi
marido», agrega. Después de ocho años de preparación, Roberto se ordenará
diácono permanente el próximo mes de junio.
La bienvenida de María del Carmen Linares a la vocación de
su esposo tampoco fue precisamente ortodoxa: «Mi marido había salido a cenar
con Jesús, nuestro párroco, y al regresar a casa me dijo: “Hemos estado
hablando y me ha dicho que yo sería un buen diácono permanente, que debería
prepararme para ello”. Yo puse unos ojos extrañísimos y le contesté: “Dile a
Jesús que está loco, y tú también”», rememora con gracia. «Luego he
reflexionado mucho sobre ello y he dado gracias porque aquello no salió de allí,
porque, sin quererlo, me estaba negando a la llamada del Señor en aquel
momento», prosigue. Su esposo, José Antonio Tamargo, ingeniero técnico
industrial de 57 años, se ordenó diácono permanente hace ahora año y medio.
Los giros de guion y las historias de superación de la
adversidad suelen resultar más llamativas, pero hay otras que se caracterizan
por la naturalidad, donde el sacrificio se afronta con mayor fluidez. Es el
caso de Mercedes y Manuel, ordenado hace ya once años: «No puedo decir que me
sorprendiera, porque siempre había tenido mucha sensibilidad con este tema.
Podía intuir que pasaría y yo estaba como esperando a que ese día llegara. En
ese sentido, fue muy sencillo», explica ella.
O como en la familia de Belén y Paco: «Ya de novios, él sacó
alguna vez su interés por esta vocación que yo en aquel momento desconocía
totalmente. Pero una vez casados, fui yo la que le animé a que retomara
aquellas inquietudes», señala. Han pasado ya 25 años desde que el matrimonio se
presentó en el seminario para integrar una, por entonces, pequeña comunidad de
diáconos permanentes y aspirantes, que en aquella época no llegaba a la decena
en todo Madrid.
En la actualidad, solamente los ordenados en la
archidiócesis superan la cincuentena. Como ministerio de tradición apostólica
—reactivado para hombres casados por el Concilio Vaticano II, pues en la Iglesia de Oriente esta
figura nunca desapareció—, en nuestro país se trata de una vocación en auge:
según la Memoria de la Iglesia en 2022, el número de diáconos permanentes en
España alcanzaba entonces los 572, con un incremento del 25 % en apenas cinco
años. Con la restauración del ministerio en Granada, 55 de las 70 diócesis
españolas cuentan ya con esta figura para el servicio a la misión. Si
comparamos los datos con potencias eclesiales como Brasil (6.500) o Italia
(5.000), todavía hay margen de mejora, pero la propia trayectoria indica un
claro ascenso.
Grado del Orden Sacerdotal
Constituido como uno de los tres grados del Orden
Sacerdotal, el perfil mayoritario del diácono permanente es el de varón mayor
de 35 años, con más de cinco años de matrimonio estable y que se han
significado en su testimonio cristiano, tanto en la educación de sus hijos,
como en su vida familiar y social. En lo concreto, su acción pastoral responde
a tres principios fundamentales: la caridad —importantísima su labor en
Cáritas, enfermos, marginados…—, la Palabra y la liturgia —exequias, Bautismo,
bendición del Matrimonio—. Sin olvidar las responsabilidades de la
administración, como el despacho parroquial, la orientación familiar o las
relaciones públicas.
Para María del Carmen, «toda la familia nos sentimos
partícipes del ministerio, pero a quien más afecta, probablemente, es a la
esposa». «Es cierto —continúa— que nuestros hijos ya son mayores y se toman
mejor que haya que cambiar planes, como que el domingo se pueda tomar el
aperitivo juntos, pero a determinadas horas, porque hay que esperar a que su
padre vuelva de llevar la comunión a los ancianos». No obstante lo que se
pudiera pensar, la vida tampoco se les ha complicado tanto a Manuel y Mercedes:
«El día a día es igual que el de cualquier otra persona. La prioridad es
siempre el trabajo y la familia, y luego el tiempo que puedas dar cuando esas
prioridades están cubiertas». Lo corrobora Belén: «Si comparo lo que hace mi
marido con los de mis amigas, pues es muy parecido en cuanto a sus deberes
laborales y la vida matrimonial y con los hijos. Tal vez la diferencia podría
ser que, por ejemplo, veo que otros esposos dedican tiempo para ir a ver el
fútbol o a hacer deporte, y el mío lo dedica a visitar a ancianos y llevarles
la comunión, o a repartir por la noche mantas a quienes duermen en la calle».
Estos testimonios son de vital importancia para mujeres como
Tamara, cuyos maridos se están preparando para el diaconado permanente. «La
principal dificultad con que me encuentro es mi propio egoísmo», reconoce.
«Me cuesta, porque está ausente muchos días, y cuando se ordene lo estará aún
más», agrega. Para acompañar a las esposas en sus miedos, las familias de los
aspirantes forman grupos tutoriales en los que se reúnen una vez al mes con un
diácono permanente ordenado y su mujer con objeto de ir acercándose a esta
realidad de la Iglesia. Durante este tiempo, por ejemplo, los matrimonios
también participan juntos en retiros de Adviento. «Siempre me he sentido
bastante acogida, pero he participado poco, porque nació nuestra hija y eso lo
ha dificultado», señala Tamara.
«Es una vida en la que se tiene que cuadrar la agenda del
servicio», aporta María del Carmen. «Pero por lo demás no es una vida muy
diferente a la que tenía mi esposo antes de ser diácono, cuando era catequista
y, por tanto, también tenía una responsabilidad que atender», prosigue. «Mi
primera impresión a la vocación de mi marido fue de rechazo, porque los dos
hemos tenido siempre una vida muy activa en nuestra parroquia. En cierto modo,
yo le decía al Señor: “¿Es que no es suficiente? No me puedes pedir más. Ya me
tienes aquí y me tienes a tu servicio, ¿en serio?”. No veía ni que fuera una
vocación ni un ministerio, sino una tarea más a meter en la agenda. Y la
nuestra ya estaba muy llena», sentencia.
Los temores van casi siempre en la misma dirección: «Siempre
es el reloj, la agenda, la falta de tiempo, que el Señor te quite el tiempo
para hacer planes, ocio, para irte de vacaciones, para poder desconectar… Es un
miedo grande», admite María del Carmen. «La seguridad, en cambio, es que lo que
el Señor te pide te lo va a dar a través del corazón y de cosas que te hacen
feliz», agrega. Por su parte, Belén indica que «es cierto que a veces llegaban
pensamientos de que “te van a quitar a tu marido”, pero entonces ayuda
muchísimo aquello de “recibirá el ciento por uno”. Piensas si es bueno para el
matrimonio y para la familia, pero el recorrer de la vida nos ha hecho ver que
cuanto más damos, más felices somos». Y añade: «Durante el proceso de formación
de mi marido, teníamos dos niñas pequeñas, y puedo decir que cuanto más
conocíamos el ministerio, más nos llenaba. Luego, hemos pasado momentos de
euforia y encanto, y otros más difíciles y de desierto, pero con balance
siempre positivo».
En el caso de Roberto y Tamara, el período de formación se
ha convertido en un algo verdaderamente duro antes de la ordenación. «En teoría
son tres años de estudio en la universidad, pero para él han sido ocho.
Pactamos que se ausentara dos tardes a la semana y se ha alargado todo. Ha sido
difícil para mí, pero no para él, que ha disfrutado muchísimo los estudios»,
afirma ella. «Lo que pesa es el tiempo de estudio, esa es la parte dura»,
indica Mercedes. «Por eso, una de las condiciones que le puse a mi marido para
su vocación de diácono es que tenía que ir a curso por año, fueran cuales
fueran las notas, y que aquello no se alargara», sentencia. «En aquel momento,
mis hijos eran pequeños. Él me llamaba todos los días y me preguntaba si podía
ir a clase. Y yo le contestaba con confianza sí o no. Creo que un problema
fundamental que tienen algunas mujeres con el diaconado es que no se sienten
con la libertad suficiente para decirle a su marido que hace falta en casa o
que no lo ven lo suficiente, porque está todo el día en la parroquia», explica.
Otra dificultad particular que están encontrando los
Gómez-Suquet en su preparación es que caminan hacia una llamada que no nace en
una parroquia, como es lo habitual, sino de un movimiento: a Roberto no le
presenta un párroco, sino el consiliario de un movimiento. «Esto para nosotros
también es una incertidumbre y supone un reto extra, más para mí que para él,
porque mi marido dice que, bueno, ya iremos viendo, y yo soy una persona más
controladora y que necesita tener todo más organizado», asegura. «En Cursillos
se han tomado esta vocación como una gracia para el movimiento, pero él no
quiere anunciarlo fuera hasta que esté ordenado, porque piensa que las
opiniones de otras personas pueden influir en su vocación. Y eso, otra vez, es
una dificultad más, porque aún no hemos podido compartir esto con gente que es
importante en nuestra vida. No sabemos cómo van a reaccionar y habrá una parte
de nuestro entorno que, obviamente, de primeras tampoco lo va a entender»,
añade.
En cuanto a los entornos, Mercedes reconoce que «la gente de
Iglesia lo entiende, sabe lo que es y lo valora. Y la gente de Iglesia que no
conoce, lo comprende si se lo explicas. Luego, fuera de la Iglesia, pues ya
decidimos a quién se lo contamos y a quién no con total libertad. A nuestros
amigos, sí, pero tampoco es que lo vayamos proclamando a los cuatro vientos».
«Los del entorno más cercano lo viven con orgullo, nos perciben muy cercanos y
mucha gente nos pide oración», aporta María del Carmen. «Y luego, no tan
cercanos, pues la mayoría de la gente, cuando lo contamos, reacciona abriendo
su corazón. Es como si necesitaran entregarte sus mayores preocupaciones,
desvelos, sus dudas de fe, inquietudes… y los subieras al altar, porque este es
un don inmerecido», culmina.
Para Belén, «el diaconado es algo muy importante y sabía que
cuando se ordenase se convertiría en un ministro de la Iglesia, es decir, que
estaría casada con un clérigo. Pero también es cierto que, cuando el obispo le
impuso las manos, esa gracia sacramental no solo se derramó sobre él, sino
también sobre nuestro matrimonio, sobre nuestras hijas, sobre toda nuestra
familia, nuestros amigos, y así fortaleció esa pequeña Iglesia doméstica que
formamos». Así, no es de extrañar que Tamara considere que «el de la esposa es
un ministerio dentro de otro ministerio», o que, según Mercedes, «es una
vocación de dos, pero en la que solo uno recibe la llamada».
Y luego están los niños, a quienes cabe preguntarse si esto
del diaconado permanente de sus padres se les hace raro. «A mis hijos, como lo
han vivido desde siempre, lo que les extrañaría sería encontrarse a su padre en
Misa como uno más, sin ejercer su ministerio», responde Belén. «Los míos están
siempre observando todo. Son muy críticos desde lo constructivo: le dicen
“papá, has movido mucho los brazos mientras predicabas”, o “papá, no puedes
sentarte tan recto”. Hacen todo el rato la comparación con los sacerdotes»,
aporta María del Carmen. «Recuerdo que una vez les preguntamos si se habían
sentido raros por esto que hacía su padre. El mayor tomó la palabra y dijo:
“Nunca nos hemos sentido raros; nos hemos sentido diferentes, pero eso mola”»,
sentencia.
El regalo de los frutos está ahí, esperando, como concluye
Belén: «Mi marido casó a mi hija mayor, y ha bautizado a las dos hijas que
vinieron después de ordenarse —con dos niñas, los especialistas le habían
comunicado que ya no podría tener más hijos, pero, contra todo pronóstico,
llegaron dos más, «regalo de la ordenación»— y a dos nietos más tarde. Lo
vivimos como algo propio de nuestra familia, con total naturalidad. Nuestras
hijas, antes de dormir, le piden a su padre, además del beso de buenas noches,
la bendición».
Luís Rivas
Fuente: Ecclesia