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Estudio MNBB | Shutterstock |
En una sociedad en la que el trabajo se reduce a menudo a un
medio para ganar dinero, puede parecer que se pasa por alto el
propósito más profundo del trabajo . Sin embargo, desde una
perspectiva católica, el trabajo es mucho más que un producto económico: es un
llamado a participar en la creación de Dios, construir una comunidad humana y
dejar un legado que transforme el mundo para mejor.
El Catecismo de la Iglesia Católica subraya esta
dimensión espiritual: «El trabajo humano procede directamente de personas
creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar la obra de la creación» ( CIC 2427 ). Esta visión transforma el trabajo de una
mera función en un acto de co-creación , donde nuestros esfuerzos reflejan el poder creador del propio Dios .
Trabajar más allá de la utilidad
Si bien ganarse la vida es necesario, el valor del trabajo
trasciende las ganancias económicas. El trabajo es un acto exclusivamente
humano que une el intelecto, la voluntad y el esfuerzo para transformar
las materias primas en algo significativo . Ya sea diseñar un puente,
plantar un jardín o enseñarle a un niño, el trabajo enriquece tanto al mundo
como al trabajador. No se trata solo de extracción o supervivencia: es un acto
de construcción de un mundo compartido , una comunidad
donde prospere la dignidad humana.
El trabajo nos conecta con los demás de maneras profundas.
Un agricultor cultiva alimentos que sustentan a las familias, un escritor crea
historias que inspiran y un constructor construye espacios donde la gente vive
y reza. Cada tarea, por humilde que sea, contribuye a un todo mayor. Esta
dependencia mutua refleja el llamado cristiano a la solidaridad: nuestro
trabajo nunca es sólo para nosotros mismos, sino para el bien común.
El trabajo como legado
La tradición católica también nos recuerda que nuestro
trabajo crea un legado , no sólo en lo que dejamos atrás, sino en la
forma en que moldea nuestras almas y relaciones. Jesús mismo dignificó el
trabajo a través de su vida como obrero , mostrando que el trabajo
honesto, incluso en su sencillez, es un acto sagrado.
Al abordar el trabajo con integridad y creatividad, nos
alineamos con el plan de Dios de crear un mundo donde florezcan la justicia, la
belleza y el amor. El Catecismo afirma: “En el trabajo, la persona ejercita y
realiza parcialmente las potencialidades inscritas en su naturaleza” ( CIC 2428 ). Cuando trabajamos con un propósito,
construimos algo duradero, ya sea la alegría de un objeto elaborado, la
justicia de un sistema justo o la paz de una comunidad reconciliada.
Creando un mundo común
El valor espiritual del trabajo nos invita a imaginar más
allá de las tareas individuales y a tener una visión más amplia de un mundo
humano compartido. En el Génesis, la primera misión de la humanidad es
la administración : cuidar la creación y poner orden en el
jardín. Esa misión continúa hoy . Nuestro trabajo, ya sea
físico o intelectual, profesional o doméstico, no es simplemente una
transformación de la naturaleza, sino un acto de creación de un espacio donde
todos puedan florecer.
Esta comprensión desplaza el foco de atención de la
productividad al propósito . El trabajo, en su máxima expresión,
refleja amor: por Dios, por los demás y por los dones que hemos recibido. A
través de él, honramos el llamado divino a crear y sustentar la vida.
Desde esta perspectiva, el trabajo se convierte en oración,
en un sacrificio vivo de tiempo, esfuerzo y creatividad ofrecido a Dios. Como
dijo San Juan Pablo II : “El trabajo es un bien que
pertenece a todos los hombres y debe reconocerse su dignidad”. Cuando
trabajamos con esta mentalidad, no sólo nos ganamos la vida; participamos en la
misión creativa de Dios, dando forma a un mundo que hace más accesible su amor
por todo y por todos. Nuestro trabajo diario es una invitación a
ver el trabajo no como una carga, sino como una tarea santa que nos transforma
a nosotros, a nuestra comunidad y a nuestro mundo.
Daniel Esparza
Fuente: Aleteia