Al recibir María el anuncio de su
maternidad divina, dice san Lucas: «El Señor Dios le dará el trono de David, su
padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»
(Lc 1,32-33).
Dominio público |
Cuando
el ángel Gabriel dice a María que su hijo recibirá el trono de David utiliza
una figura simbólica. La Virgen de Nazaret, que vivía en una cueva excavada en
la roca, no tenía ninguna expectativa de que su hijo fuese investido con la
dignidad de la dinastía davídica. El título de rey o hijo de David se aplicaba
al mesías esperado, que, según las profecías, saldría de la casa de David. Cuando
a Jesús se le aplican estos títulos es porque, en cierto sentido, se le
considera mesías.
A
la pregunta que le dirige Pilato a Jesús durante el juicio —¿Tú eres rey? —,
Jesús afirma claramente que lo es, pero no de este mundo. Deja claro que su
realeza no tiene nada que ver con los reinos de la tierra. Ya en sus
tentaciones del desierto, rechaza la de Satanás cuando este le ofrece
entregarle todos los reinos de la tierra si se postra ante él y lo adora. Jesús
ve en tal ofrecimiento una tentación opuesta al mesianismo que viene a
realizar.
A
lo largo de la historia de la Iglesia, el intento de «manipular» la realeza de
Cristo con pretensiones políticas ha sido una tentación que revive de tiempo de
en tiempo. Jesús, como él mismo dice, ha nacido y venido para ser rey, pero su
realeza es la del «testimonio de la verdad» (Jn 18,37). De ahí que defina a sus
súbditos con estas palabras: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn
18,37).
Este
criterio de discernimiento para saber si pertenecemos al reino de Cristo es
decisivo. Y es evidente que en tiempos en que se rechaza tanto la verdad en sí
misma como la verdad cristiana (que, dicho de paso, son inseparables) es un
obstáculo difícil de superar para pertenecer al Reino de Cristo, que se
sustenta en la verdad y florece en la justicia, la paz y la caridad. Hoy hay un
reino que sí se expande en todos los ámbitos de la vida social: es el reino de
la mentira.
Se
ha institucionalizado de tal manera que constituye el «poder» por excelencia.
También Jesús conoció este reino cuando en sus debates públicos con las
autoridades religiosas de Israel define a Satanás con estas palabras: «Cuando
dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira»
(Jn 8,44). Y Jesús entiende su propio ministerio y, especialmente, su muerte
como una lucha contra él: «ahora el príncipe de este mundo va a ser echado
fuera» (Jn 8,31).
Cuando
los cristianos confesamos la fe en la realeza de Cristo afirmamos la Verdad de
su persona y de su enseñanza. Y estamos persuadidos de que esta verdad es para
todo hombre que quiera acogerla como venida de Dios. De ahí que, durante el
juicio ante Pilato, un asunto importante es el origen de Jesús: «¿De dónde eres
tú?» (Jn 19,2). Jesús viene de arriba, de lo alto, de Dios. Su palabra está
refrendada por el Padre. Quienes lo acogen, acogen a quien lo ha enviado.
Esta es la clave para entender la realeza de Cristo y la decisión del Cristo por la verdad. Por eso hay que saber discernir cuándo la verdad está en peligro, cuándo se la niega ostensible o sutilmente, y cuándo se la manipula en beneficio de cierto pragmatismo ideológico que ha optado por la mentira hasta el punto de identificarse con ella como categoría de conducta política. Amicus Plato sed magis amica veritas, dice un adagio latino que hoy resulta obsoleto.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia